Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

post author

Por: Adrián Zapata
zapata.guatemala@gmail.com

La Semana Santa guatemalteca acrisola una diversidad de elementos culturales que la hacen excepcional a nivel mundial. La comida de esta temporada aporta los sabores de la época, las alfombras dan colores diversos a la sacrosanta realidad, las procesiones aportan una majestuosidad impresionante, cargadas sobre los hombros de decenas de devotos cucuruchos, los olores del corozo y del incienso impactan nuestros sentidos y las marchas fúnebres conmocionan el sentimiento de fe.

El trabajo común que va construyendo alfombras permite, una cuadra tras otra, que la gente se esfuerce colectivamente poniendo moldes, vertiendo aserrín de diversos colores y viendo cómo van surgiendo verdaderas obras de arte que visten de fe las calles de las ciudades.

El pueblo, no sólo los católicos, toman las calles de las ciudades de manera tumultuosa, especialmente en la ciudad capital. Se recupera el espacio público y miles de personas se posicionan en las banquetas esperando con paciencia el paso de las procesiones. A pesar de una que otra acción de raterismo, el pueblo está posicionado de las calles, como en ninguna otra época del año.

Es indescriptible la impresión que produce en los espíritus ver las imágenes, especialmente la del Santo Entierro, avanzando en un permanente bamboleo, sobre esas inmensas andas que se desplazan entre el humo del incienso y las notas impactantes de las marchas fúnebres tocadas por bandas que acompañan los cortejos, tensando al máximo las almas de aquellos cuya fe les permite pensar que la tienen.

No es necesario ser creyente para apreciar todas esas manifestaciones de espiritualidad y fervor cristiano. Ese es mi caso.

Pero lo que yo quiero resaltar el día de hoy, justo cuando están por venir los dos días más importantes en la expresión de todo lo referido anteriormente (Jueves y Viernes Santo), es el sentimiento de culpa que avasalla a los chapines. Los rostros compungidos de los cargantes, sean cucuruchos o mujeres vestidas de luto, adheridos con sus hombros a las andas, expresan la culpa que pretenden eximir con la carga que sostienen. Lo grave, a mi juicio, es que posiblemente todas las culpas que tratan de ser expiadas podrían no ser pertinentes. Las culpas de los pobres podrían expresar un pensamiento equivocado que les hace creerse pecadores, cuando tal vez son víctimas. Ocultar las determinaciones que un sistema injusto provoca sobre las conductas de las personas, permite invisibilizar las primeras, cubriéndolas con la angustia de la responsabilidad individual.

Pero bueno, terminada la procesión y finalizado el Viernes Santo la catarsis individual arropada con la catarsis colectiva permite despejar el camino para un largo año de acumulación de nuevas culpas, hasta la próxima Semana Santa.

Probablemente por todas esas peculiaridades de nuestra cultura que hemos referido, el Domingo de Resurrección no tiene la relevancia del Viernes Santo. Ya no importa tanto la felicidad de la Resurrección, puesto que el espíritu chapín se encuentra satisfecho con haber vivido el culto a la muerte y a la penitencia.

Y ahora, a partir del lunes de Pascua, ya sin la carga de la Cuaresma, podremos empezar de lleno con el teatro carnavalesco de la campaña electoral.

Artículo anteriorViernes de todos los Dolores
Artículo siguienteDe brazos caídos