Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

La interpretación de los astros, la Astrología es una práctica que ha acompañado a nuestra humanidad desde los albores del conocimiento. Para algunos una ciencia, para otros una superchería. En tiempos actuales se decanta por lo segundo, por lo místico, la superstición, los horóscopos. Sin embargo se descubren algunos elementos objetivos, innegables; ese cordón umbilical que mantenemos con ese cosmos del que formamos parte.

Hasta hace unos cien años todas las noches eran negras –apenas competían las luces amarillas de las candelas y el keroseno–; el complemento natural era el cielo, a veces nublado pero casi siempre despegado. Con el reposo de cada atardecer se reanudaba una comunicación entre nuestros antepasados y las estrellas. Era inevitable voltear hacia arriba y contemplar ese despliegue de diamantes que titilaba sobre la bóveda celestial.

El espectáculo es el mismo que embelesó a todas las civilizaciones desde la alborada. En Sumeria, la cuna de la humanidad, descifraron los movimientos del sol (alrededor del sol), el día y la noche, y el de la luna; luego el cambio que se iba sucediendo con la sucesión de las estaciones.

En ese firmamento inmutable todas las luces estaban en su lugar. Era el octavo cielo cristalino, el Empíreo. Se dibujaron las constelaciones y se diseñó el zodiaco. Pero algunas luminarias eran diferentes, se deslizaban de una noche a otra. ¡Se movían! Y si se movían en el cielo debían ser dioses. Eran los planetas, los errantes. Por eso consagraron un día a cada uno de esos únicos siete dioses que podían distinguir (así fue hasta el telescopio en 1610). Claro, el más importante era el sol y luego la luna. Por eso hay un “sun day”, y un “moon day”; en nuestra versión latina tenemos el lunes (luna), martes (marte), miércoles (mercurio), jueves (júpiter), viernes (venus). El sábado anglosajón es por Saturno (Saturday), nosotros adoptamos el “shabbat” judío y nuestro séptimo día es el día del Señor, del Dómine de ahí “domingo”. Los cometas eran “no estrellas”, se salían del orden eran des asters, de ahí cuando aparecían vaticinaban un desastre.

La pascua se relaciona con el cosmos y por eso la fecha no es fija. Los referentes son momentos siderales, en primer lugar el equinoccio de primavera (cerca del 21 de marzo). Empieza el viaje a la luz, a los días más largos del año, la primavera (hemisferio norte). A partir de ese momento aparece en escena la luna llena. Desde el Concilio de Nicea (año 325) se estableció que el Domingo de Resurrección sería el primer domingo después de esa luna llena. Por ello tenemos que toda esa semana, anterior a ese domingo, es una semana consagrada. Por los incesantes movimientos estelares tenemos que a veces la Semana Santa es “temprana” y otras muy “tardías” como la de 2019. En todo caso entre el 22 de marzo y el 25 de abril. Depende de la luna.

PD. Espero que descansen en estas fiestas pero que no se desconecten del mensaje vital de la Pascua.

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