Adolfo Mazariegos
En el día a día de una ciudad como la capital de Guatemala, hay cuestiones en las que, por una u otra causa, a veces no logramos reparar a primera vista, quizá porque como las vemos a diario no nos damos cuenta de que hemos aprendido a convivir con ellas, o porque tal vez las hemos aceptado como algo normal o natural sin siquiera percatarnos de ello en el marco de los múltiples procesos en los que como sociedad nos encontramos de pronto inmersos. No obstante, lo percibamos o no, nos guste o no, lo aceptemos o no, la sola existencia de esas cuestiones es, al menos, indicio de padecimientos sociales o de necesidades no satisfechas por las vías que a lo mejor consideramos como las más adecuadas y correctas para el efecto. El incremento paulatino de niños que trabajan en las calles vendiendo algún producto; limpiando vidrios de autos; o simplemente pidiendo alguna “ayuda” económica porque, según indican, no tienen qué comer, es el más claro ejemplo de ello, además del innegable número creciente de jóvenes artistas callejeros como los malabaristas que a veces se paran en las esquinas intentando ganarse unos centavos haciendo malabares montados en un monociclo; expulsando gasolina por la boca para producir una ardiente y peligrosa llamarada; o realizando una suerte de ‘tecniquitas’ con algún gastado balón de fútbol que luego hacen rebotar una o dos veces sobre el asfalto. Todo ello evidencia un fenómeno sintomático que va más allá del destino que probablemente le den al dinero que logren reunir después de algunas horas bajo el sol citadino (cuando no llueve, claro está). La falta de empleo y de acceso a la educación (particularmente, aunque no con exclusividad por supuesto), provoca que exista un segmento de la población en cuyo seno pareciera existir un número en alza de personas que se dedican a “ganarse” la vida con formas y mecanismos como los aludidos, y que, visto con seriedad y en una dimensión que permita contextualizarlo adecuadamente en el marco de una realidad nacional, no deja de ser preocupante en tanto falencias que son evidentes en la existencia o en la aplicación de políticas públicas y programas necesarios en la temática. Además, los efectos, problemáticas y riesgos colaterales que dicho fenómeno conlleva son considerables, tales como violaciones, abuso infantil, robo, embarazos infantiles, trata de personas y un largo etcétera que quizá sería ocioso enumerar en este espacio pero que bien valdría la pena poner sobre el tapete para su discusión y solución, puesto que, si bien es cierto que también se observan adultos en tales trances, la mayoría es gente joven, adolescentes y niños que están expuestos a los múltiples riesgos y peligros que supone una vida en las calles y que seguramente marcarán la forma de vivir y actuar de un alto porcentaje de ellos cuando lleguen a la adultez, además de augurarles, como resulta evidente, un futuro poco alentador en el corto plazo.