Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Tiburcio Gómez Carías absorbe la paz matutina que se condensa en una taza de café y una checa. Apenas lo saborea. Está muy caliente aunque disfruta del aroma que escapa y asciende en delgadas volutas. Está muy pensativo y preocupado. En los últimos cuatro años y medio ha estado muy activo haciendo lo que le gusta, lo que siempre quiso hacer desde que decidió estudiar en la Universidad. Su mente retrocedió muchos años. Recordó sus años en el Instituto Normal. ¡Oh, aquellos tiempos en que las horas las marcaban los relojes mecánicos! Aunque de muy pequeño quiso ser bombero, policía y doctor, sus rumbos se fueron ordenando en la secundaria y se decantaba por las normas, las letras, la filosofía. Por eso se inscribió en la extensión universitaria de Oriente en la Facultad de Derecho.

Hijo de familia de recursos limitados, aunque no pobres, debió conseguir trabajo desde el primer año. Laboró primero en un taller mecánico ¡qué otra! y luego en una imprenta. Desencantado estaba porque quería entrar a los tribunales, ocupado en lo que sea, pero “estar adentro”. En lo que sea fue auxiliar de mantenimiento. Se sentía realizado. Conoció a todos los oficiales y notificadores, al secretario, al señor juez y sobre todo, a los muchos abogados que a diario llegaban al juzgado. Aprendió de ese lenguaje verbal y corporal. Empezaba a codearse con su gente, a sentirse en “su salsa”. A poco aplicó para el cargo de comisario y, como el que estaba ahí se fue a la capital, le dieron ese puesto. A la par continuaba con sus estudios y estando en tercer año solicitó un ascenso a notificador u oficial. Tardó un año en obtener el nombramiento, pero ya podía, ya se sentía importante; ya podía redactar resoluciones, decretos, autos y hasta sentencias; eran ponencias, proyectos que, claro está, debían revisar el secretario y firmar la señora juez (pues había habido un cambio). Se graduó de abogado cinco años después (siete de estudios) tras presentar la tesis con el resonante título de “La Independencia Judicial de los Jueces de Paz”. Ello le abrió el interés, y el camino, para aplicar a una judicatura de paz. En aquellos tiempos no había tantos requisitos ni existía el tamiz de la Escuela de Estudios Judiciales (hasta muchos jueces de paz no eran abogados). En honor a la verdad le ayudó la recomendación del tío Amancio quien era diputado por Chiquimula.

Más allá del honor de la investidura la experiencia le encantó, pues lo trasladaron a los más dispares municipios y tuvo la oportunidad de conocer a fondo el país, sus diferentes culturas, costumbres, geografía y gastronomía. Le parecía increíble que en un territorio tan pequeño pudiera contenerse tan diversa y rica variedad. Se sorprendió cuando llegó a Sacapulas, su primera asignación, pues pensó que no se iba adaptar y creyó, equivocadamente, que era un lugar muy frío. Posteriormente fue transferido a Los Amates donde sintió más calor que en su nativo San Luis Jilotepeque. (Continuará).

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