Alfonso Mata
Partamos de que: la creencia política alcanza dentro de nosotros un grado muy lejos de tener que ver con nuestro razonamiento y de interesar a muchas mentes privilegiadas. Así que dentro de nuestra credibilidad política, aceptamos una multitud de cosas que no han sido comprobadas en su verdadera y justa medida. El argumento no falta, lo que falta es la comprobación de veracidad en la creencia: lo que se hace, cómo se hace y el objetivo de la política. De tal suerte que atribuimos a la política y al político, una virtud casi mágica de protección a su autoridad. Un pensamiento mágico-religioso rodeando nuestra creencia invulnerable de la política ¿quién le encontrará su talón? Pero esa intocabilidad al fin de al cabo, tiene algo positivo: su origen en la confianza natural del hombre en sus semejantes, pues no sospecha que éste pueda tener interés en engañarle, salvo cuando trata de poner mano en sus intereses materiales; de lo contrario “no hay problema”. Pero por otro lado, el político está protegido por el pueblo, muchas veces y por muchas razones, porque este no sabe distinguir entre error y mentira. Creemos en nuestros sentidos y sentimientos y los de los demás. Sinceridad y verdad las confundimos, pues no nos es dado ni tiempo ni información para verificar si las afirmaciones y promesas están cargadas de verdades y adecuadas acciones. Tampoco separamos nuestras creencias de nuestra inclinación de confianza en la autoridad, pues nos perece que la autoridad tiene la razón: se le estima, envidia y odia.
Somos pues de confianza ciega a un signo que reconocemos como política. Algunos, los más, con inocencia y los menos como oportunidad; inducción precipitada que se deriva e inferimos de la realidad que nos ha mostrado el comportamiento: “las autoridades son libres de hacer” Inferencia histórica de un “siempre ha sido así”. De esa forma, la autoridad adquiere su realidad: poder, prestigio y libertinaje, verdad aceptada aunque sea irracional y falsa. Creencia que se trasmite generación tras generación ya sea por temor, fuerza o costumbre o todas ellas y que se nos ha impuesto por los ojos, los oídos e incluso la enseñanza, y eso le da fuerza y toma fuerza desde el campo hasta la ciudad, inundando aldeas, fincas, siembras, industrias, comercios, centros docentes, calles y hogares. Es una señal de gran potencia que se forja desde la niñez. Un pensamiento humano de gran vigor cualquiera sea la falsedad que encierre y que permite ajustar la vida ciudadana y del ciudadano y su comportamiento a una imagen: cómo no creer en el político y lo que hace, sí en un ayer y un hoy, hace palpable que la política y el político es un negocio no un servicio. Mientras no interpretemos el hacer político en sus consecuencias y no en ellas mismas o en las intenciones, mientras no entendamos que la política concierne a todos; que es un campo de observación de explicación y reflexión y finalmente de acción sobre un ideal de modo de vivir de todos que todos debemos construir, seguiremos en las mismas.