Víctor Ferrigno F.
A Edelberto Torres Rivas, maestro y amigo.
Hoy día, la humanidad se enfrenta a una nueva tiranía, la de los dueños del dinero, aquellos que confunden democracia con mercado, república con empresa, y ciudadano con consumidor. Son ellos los que abogan por la desregulación política y legal de los derechos humanos, para que no impere más ley que la usura. Su parlamento es la Organización Mundial de Comercio, sus órganos ejecutivos son el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y reducen la convivencia entre naciones a los tratados de libre comercio.
Las empresas trasnacionales han logrado, incluso, espacios en varios foros de la Organización de Naciones Unidas, a la par de naciones soberanas, amenazando con convertir al máximo organismo internacional en el consejo de administración de una empresa planetaria, llamada globalización. Así de mal estamos.
A ese mundo excluyente, al que solamente pueden acceder unos pocos, se antepone otro mundo posible e incluyente, cuya carta de naturalidad se signó en Porto Alegre, hace casi 18 años, con el nacimiento del primer Foro Social Mundial.
La bipolaridad global, mercado contra humanismo, no sólo tienen nombre sino también número -primero y tercer mundo- y una geografía contrapuesta: norte versus sur. Por ello, la globalización es una falsía, pues lo único que se mundializa es el mercado; todo lo demás es antagónico y está de cabeza. Somos mayoría -numérica pero no política- los que, a la globalización del oprobio, anteponemos la mundialización de la equidad.
Cuando todos los seres humanos gocemos de dignidad y ciudadanía plena, en condiciones de justicia y tolerancia, podremos decir que habitamos una aldea global. Pero antes, tendremos que matar a ese comendador llamado exclusión. Cuando el FMI pregunte ¿quién mató al comendador?, responderemos todos a una ¡Fuente Ovejuna, señor!
Aunque Fukuyama insista, la historia no ha finalizado, y la resistencia de los excluidos se ha convertido en el instrumento para reescribirla y para insistir en que el neoliberalismo no es nuestro destino manifiesto. Tenemos el derecho, y la obligación, de recuperar nuestras instituciones republicanas, para construir un gobierno de ciudadanos, no de mercaderes y corruptos.
Frente al libre mercado debemos plantear que la gente está primero y vale más que las mercancías; ante la depredación ambiental hay que defender a la naturaleza, como quien defiende su casa; podemos y debemos rescatar y dignificar la política -como el arte de hacer posible lo deseable- para contraponerla a las transacciones bursátiles, que han convertido al orbe en una bolsa de antivalores.
A los cínicos, aquellos que creen que estas reflexiones no son más que quimeras, les recordamos que la humanidad –aquella parte que vale la pena- ha avanzado más en pos de sueños que de negocios; incluso su credo, el libre mercado, se nutre de un valor que pertenece a los que soñamos: la libertad. La diferencia estriba en que nosotros, los utópicos prácticos, consideramos que para que la libertad no se pierda, hay que acompañarla de la justicia y la fraternidad.
Mientras batimos la argamasa para edificarlo, repetimos con Monseñor Pedro Casaldáliga: “Queremos otro mundo, porque otro mundo es posible, y es necesario y urgente. Un mundo uno, sin primeros ni terceros, sin imperios y sin genocidios, sin lucros sanguinarios y sin exclusiones desesperantes”.