Eduardo Blandón
Hace algún tiempo, quizá años, por afanes estrictamente filosóficos, leí una obra que no ha dejado de marcarme, no como quisiera, existencialmente, pues está visto que las ideas no permean de un día para otro, sino a nivel conceptual. Su nombre, “El gobierno de las emociones”, de Victoria Camps. Un libro que repasa históricamente las diversas concepciones filosóficas sobre lo que indica el título, las emociones.
Entre las virtudes de la obra deben señalarse al menos dos. En primer lugar, la comprensión del tema. Camps hace gala de conocer con profundidad a los filósofos que cita para sacarles el jugo cuando inquiere lo que le interesa. Pero no solo eso, y es mi segundo punto. Es una maestra en la exposición pedagógica y una escritora con prosa al alcance de los lectores, aún y cuando quizá no sean filósofos. No es poca cosa, ¿verdad?
Pues bien, la filósofa española, recobra el valor de las emociones frente a la convicción, muy filosófica, de que lo que debe primar son las ideas. Como si nuestra vida fuera muy dicotómica, por un lado, los afectos y la sensibilidad, por otra, la razón y sus intuiciones. En su intento por recobrar el universo emocional, convoca a los filósofos que más comprendieron su valor en el plano de la vida.
Es curioso que algunos destacados filósofos casi no lo captaran y hayan optado, en cambio, por llevar una vida en la “noosfera”. Alejados y ausentes de la vida, con desapego de “lo carnal”, afincados en una especie de topus uranus de vida confortable y lleno de seguridad. Como que eso de las emociones fuera cosa de profanos, gente sin control, con vicios, abandonados al mundo de lo transitorio, mudable y efímero.
Evidentemente, huelga decirlo, en todo ese imaginario tuvo mucho que ver las convicciones medievales cristianas. Sin que tengan necesariamente la exclusividad. Se sabe que algunas manifestaciones religiosas y filosofías antiguas, piénsese en el budismo y el estoicismo, por ejemplo, ya proponían semejante estilo de vida. Frente a esas corrientes se posiciona la filósofa para alumbrar otra perspectiva. Así lo explica:
“El discurso actual sobre las emociones pretende corregir esa tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico. La moralidad no se reduce solo a una especie de clasificación de las acciones como buenas o malas, correctas o incorrectas, de acuerdo con unas normas aprendidas, sino que es también una sensibilidad de acuerdo con la cual uno siente atracción hacia lo que está bien y repulsión hacia lo que está mal. No es solo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un conocimiento de lo que es bueno sentir. También la ética es una inteligencia emocional”.
El problema es que vivimos tiempos extremos, oscilando para el caso, entre el no sentir absoluto y la sensibilidad plena. Gravitando en el todo o nada, entre Penia y Poros. De ese modo comprometemos nuestra felicidad no solo por desconocimiento, sino a causa de un desgobierno emocional de la que somos víctimas para infortunio de nuestra frágil y limitada existencia.