Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz

Cotidianamente nos enfrentamos con la idea recurrente de que vivir es difícil, un tramo cuesta arriba que parece no terminar nunca. De hecho, lo es.
No alcanza la psicología de echar porras para tranquilizar a nadie. Cosas como: sí se puede, querer es poder o nada es imposible; son frases que más que acicates, son flagelos que fustigan a cualquiera.

Cada quien conoce su historia y es la única que conoce. No se puede ser el protagonista de todas y por eso cuando hablamos de los otros, solo opinamos y con frecuencia nos incluimos en la explicación.

Digamos que a una chica la asaltan; en lo sucesivo hablará de su asalto. La madre contará la historia de una hija que fue asaltada, y cuánto ha sufrido y teme por ella. El padre dirá que todo es su culpa porque él no supo prodigar los cuidados suficientes y que es un mal padre. Si tiene pareja, hablará de lo mal que se siente por no haberla acompañado aquel día. Los amigos hablarán de los asaltos que ellos han sufrido. El manicomio es el único lugar donde la gente habla como si supiera todo.

Pienso que todas las tragedias se dan por querer pertenecer, ni siquiera por estar solos. Tal vez por eso nos aferramos al hogar original, sin entender que de la puerta de la casa para adentro no podemos cambiar nada, y que, de la puerta para afuera, nos espera todo.

Vivimos niveles. El primer nivel, muy sensorial: comer y excretar. En el segundo, emocional: intoxicarnos y aficionarnos. El tercero, no obligatorio; filosofar y trascender. Y el cuarto, ineludible, morir.

La emoción vive si hay misterio. Si deja de haberlo se acepta y llega la indiferencia. Por eso el mundo está lleno de adicciones, para huir y evadir la realidad. Formas engañosas de sentirse bien a las que recurre el ego, que más necesitaría salir de sí mismo y no sentirse único, para poder amar desde fuera de él, e integrarse al universo.

Es totémico. Solo apreciamos lo que hace crecer nuestro narcisismo, como la imagen y el dinero. Mejor no ser definidos por el éxito ni la tragedia, a costa de hacer cosas hasta ridículas, en el afán de no encarar la humildad.

Con variaciones sobre un mismo tema, hablamos de lo mismo. Aferrados a viejos arquetipos como que la fuerza es la que manda, la inteligencia es lo que cuenta o hay que ser bueno a ultranza; nos identificamos con el poder de manera inconsciente. Llamamos fuerte al violento y bueno al evitativo y perezoso. Es una forma de sobrevivir, pero la conciencia es más modesta, solo busca que las cosas tengan sentido, y permitan moverse sin tanta rigidez.

Nadie se imagina a sí mismo un héroe, ni siquiera un pionero conquistando tierras extrañas. Todos siendo regresivos, queremos una matriz, una dependencia que nos devuelva una imagen positiva de nosotros para paliar la mala que tenemos. Con cualquier seguridad renunciamos a la libertad.

Está claro que la verdad no es algo real. Las verdades absolutas se desvanecen, y en vez de aprender creamos otras. Queremos la seguridad que da estar seguros; la certeza es un camino fácil. La duda y la incertidumbre hacen crecer, pero nadie las quiere.

No te autocritiqués tan fuerte. La sensibilidad se desarrolla cuando empezamos a tener conciencia de nuestra propia historia y ya no negamos el dolor y la vergüenza. Cuando aprendemos a sentir.

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