Eduardo Blandón
Me ocurrió el otro día una experiencia que quizá a usted le parecerá de lo más trivial del mundo. Al contemplar a unos niños jugando en la calle, un hecho cada vez más insólito, reflexioné cómo a esa edad es tan fácil ser feliz. Y, vinieron a mí, de golpe, los miles de accidentes que han abollado mi extensa larga vida (claro, si la comparamos con la de los pilletes callejeros).
¿Romántico? Sí, estas fechas se prestan para suspiros. Además, con los años uno quizá es más meditabundo. El carácter va tomando formas desconocidas. Hasta los conflictos parecen amainar. Ya no queda ánimo para las diferencias y largas discusiones. ¿Ya no me amas? Tranquila, hagamos maletas y “santos en paz”.
Quizá el espíritu refleje las fragilidades somáticas. No es que nos volvamos benévolos, comprensivos o indulgentes por una conversión, digamos, evangélica, es que los niveles hormonales han hecho de las suyas en nuestras vidas. Así, esa disminución natural de su producción explicaría ese reciente prurito reflexivo y esas poses de macho sabio que ahora adoptamos.
Lejos quedó el macho pendenciero, el impenitente aventurero, dispuesto a sacrificar en tálamos distintos, las féminas enviadas por el mismísimo Dios. “Señor, entiéndeme, todo tiene su hora. ¿Recuerdas el libro del Eclesiastés?… bueno, seamos consecuentes”. No me mal entienda, el afán especulativo es parte natural de los seres humanos, solo que su presencia, con los años se vuelve más intensa.
No en balde las comunidades hablan del anciano, el sabio y consejero que, desde su experiencia vital, son referentes para las díscolas generaciones. No me refiero a que los “élderes” paganos que poblamos el mundo seamos más sensatos que los mocosos posmodernos, solo trato de explicar ese afán cogitabundo que de repente incorporamos no sin sorpresa en nuestras vidas.
Volviendo a lo primero, le decía que ver jugar a esos niños en la calle me hizo pensar en la posibilidad real de ser feliz. Hecho que quizá se deba a la candidez, la despreocupación, la confianza en el mañana y hasta el amor seguro con el que cuentan en sus vidas. O sea, todo lo contrario, a nuestras convicciones de animal apaleado en la selva cruel que habitamos. Aún suspiro por esos niños y hago votos porque se retarde su conciencia para bien de ellos y la humanidad entera.