Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

El viernes de la semana pasada, 2 de noviembre, visité por primera vez el municipio de Santiago Sacatepéquez. Al igual que Sumpango, en el mismo departamento, es un sitio conocido por la tradición asociada al festejo anual cuyo atractivo principal quizá sea el colorido despliegue de barriletes gigantes (y de todos los tamaños) que al ser elevados por el cielo, transforman momentáneamente y de forma radical el paisaje. El municipio es un lugar agradable. Tiene de todo. Y está rodeado (aún) de exuberantes montañas verdes en las que sinceramente es imposible no reparar. El acceso es expedito, sin contratiempos (excepto el 1 de noviembre, cuando la masiva asistencia de visitantes hace que la movilización, tanto vehicular como peatonal en sus calles, resulte algo complicada. Por ello decidí visitar Santiago al día siguiente, sabiendo que aunque no como en el día anterior –el día principal–, también podría apreciarse el singular espectáculo de los coloridos colosos del aire). Ya en el casco central, la calle que lleva hasta el cementerio –donde se realiza el despliegue de barriletes–, se convierte paradójicamente en un área rebosante de color y vida que alcanza varias cuadras. Los turistas locales y extranjeros pueden encontrar allí toda clase de artículos y productos que van desde las artesanías y dulces típicos, hasta completos platos que son servidos en pequeños comedores ubicados en locales abiertos a los costados. Arriba, en lo alto de la colina donde se ubica el cementerio, la música de una pequeña banda tradicional compuesta de guitarra, arpa, violines y contrabajo, suena dando la bienvenida a quienes van llegando constantemente: unos, lo más, pasan de largo; otros, sin embargo, en su mayoría del lugar, se detienen a bailar una o dos piezas, probablemente animados por bebidas espirituosas o por lejanos recuerdos de esos que no se sabe que aún existen sino hasta que de pronto afloran inesperadamente. Ya adentro, casi al borde del paredón del fondo, grandes cansados barriletes de más de diez metros se yerguen imponentes y señoriales, como testigos de los múltiples mensajes que tan sólo horas antes se hicieron llegar a las nubes, y más allá; allá donde la historia, la ficción y la cotidianidad se funden para dar paso a nuevas, reveladoras y a veces dolorosas realidades: “No sobran inmigrantes, lo que sobran son racistas” se leía en un gigantesco barrilete. Una verdadera paradoja, no sólo por la breve leyenda en sí, sino por el sitio donde fui a encontrarme con aquella sentencia. Quienes vivimos en las ciudades o estamos acostumbrados a otros trenes y ritmos de vida, usualmente no reparamos en la trascendencia o significado de esa suerte de sincretismo que se observa en la realización de este tipo de actividades tradicionales que encierran mucho más de lo que a simple vista puede apreciarse. Por ello, y por múltiples motivos que sería complicado aquí exponer, no podía menos que escribir este breve texto para describir, a grandes rasgos, lo que viví como espectador del colorido espectáculo de los famosos barriletes de Santiago.

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