Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

post author

Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

La lista de los Santos de la Iglesia Católica fue verdaderamente enriquecida ayer con la elevación a los altares de dos religiosos de altos méritos por diferentes causas. El Papa Paulo VI tuvo la sabiduría e iluminación para concretar el Concilio Vaticano II convocado por su antecesor, Juan XXIII, de una forma que realmente revolucionó a nuestra Iglesia con mucho énfasis en el ecumenismo y en cambios que hicieron más accesible y comprensible la práctica de la religión para millones de feligreses. El simple hecho de utilizar las lenguas vernáculas en los oficios provocó una mayor comprensión del significado mismo de la fe, pero a ello hay que agregar ese respeto a otras creencias sin la vieja posición de que fuera de la fe católica que el hombre no tenía acceso a la salvación. Enumerar lo que trajo el Concilio a la feligresía y a la misma humanidad es muy complejo como para hacerlo en una columna, pero Paulo VI fue un Papa que emanaba santidad con sus actos, sus gestos y su determinación.

El otro religioso canonizado ayer es alguien muy cercano a nosotros no sólo por la ubicación geográfica en la que desarrolló su peculiar apostolado sino especialmente porque fue un obispo entregado, literalmente en cuerpo y alma, a su pueblo y que terminó dando la vida por sus fieles acosados y perseguidos en una guerra sucia que no reparaba, en absoluto, en presunciones de inocencia sino que simplemente borraba del mapa a todos aquellos que parecían sospechosos. Y es curioso cómo décadas después, los que ejercitaron en estos países la eliminación brutal de quienes parecían comunistas o la limpieza social de quienes parecían delincuentes, lloriquean sobre la presunción de inocencia que de manera irreversible y fatal le negaron a millares de personas.

Monseñor Oscar Romero fue un sacerdote dedicado a su apostolado sin inclinaciones políticas ni religiosas. Era visto como un conservador dentro de la iglesia salvadoreña, acaso porque durante varios años fue algo así como el capellán de las fincas de la familia Cristiani y su nombramiento como Arzobispo de San Salvador hizo que muchos levantaran las cejas en señal de sorpresa poco agradable. Pero al tener frente a sí la persecución de sus hermanos sacerdotes y de los catequistas que predicaban el respeto a la dignidad humana y a los valores de la justicia contenidos en la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII y, especialmente tras el asesinato del padre Rutilio Grande, supo cuál era su lugar junto a su pueblo y no desmayó hasta el día mismo de su vil asesinato mientras oficiaba misa.

Obispo que entendió cuál era su lugar frente al régimen abusivo, corrupto y criminal de los poderosos, se enfrentó denunciando la persecución y sufrió hasta el desprecio insolente y la marginación del Vaticano, donde el Papa había pactado (¿acto de santidad?) con Reagan el apoyo a la liberación de Polonia a cambio de eliminar todo vestigio de la teología de liberación. Su ejemplo como obispo tiene que iluminar a los de otros países donde algunos cierran filas con poderes corruptos en busca de ascensos en la jerarquía.

Artículo anteriorEnade vivienda digna, asequible y nuestras zonas inhabitables
Artículo siguiente¿Quo vadis MP?