Luis Enrique Pérez

lepereze@gmail.com

Nació el 3 de junio de 1946. Ha sido profesor universitario de filosofía, y columnista de varios periódicos de Guatemala, en los cuales ha publicado por lo menos 3,500 artículos sobre economía, política, derecho, historia, ciencia y filosofía. En 1995 impartió la lección inaugural de la Universidad Francisco Marroquín.

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Luis Enrique Pérez

Idealmente el ciudadano debe estar sujeto únicamente a la ley que él aprueba, por medio de aquellos ciudadanos a quienes ha elegido precisamente para legislar. Empero, es difícil y hasta imposible que todos los miembros de una comunidad jurídica aprueben la ley que el legislador decreta, aunque ellos mismos lo hayan elegido. No obstante, la dificultad o imposibilidad de semejante aquiescencia general no invalida la exigencia de que el ciudadano debe estar sujeto únicamente a la ley que él ha aprobado, por medio de los legisladores que ha elegido.

El ciudadano que no aprueba la ley decretada por esos legisladores puede estar dispuesto a acatarla si es ley a la cual no solo él sino todos los ciudadanos tienen que someterse. Por ejemplo, el ciudadano puede estar dispuesto a acatar la ley que obliga a pagar un impuesto, si todos los ciudadanos, y no solo algunos, tienen que acatarla; o puede estar dispuesto a que se limite su derecho a la libertad si se limita no solo el suyo sino el de todos, y si se limita igualmente, es decir, si el derecho de todos está sujeto a la misma limitación.

Un principio esencial del legislador electo por los ciudadanos es precisamente decretar leyes que idealmente todos los ciudadanos aprobarían, o leyes que, aunque no fueran aprobadas por todos, todos estarían dispuestos a acatar porque todos, y no solo algunos, estarían sometidos a ellas. Este principio implica que la ley debe poseer la máxima generalidad, de manera tal que se aplique a los ciudadanos en cuanto que son ciudadanos; es decir, en cuanto que poseen la calidad jurídica que consiste en pertenecer al Estado. Esta generalidad, a su vez, implica abstraer los atributos propios de cada ciudadano.

Los atributos propios del ciudadano pueden ser físicos, como el color de la piel o el tipo de sangre; o pueden ser psíquicos, como el grado de inteligencia o de creatividad artística. No abstraer esos atributos, sino convertirlos en objeto de la ley, es corromper desde su origen la función del legislador. Efectivamente, incluir esos atributos es imposibilitar la máxima generalidad de la ley. Y si se imposibilita decretar leyes que posean esa generalidad, se imposibilita el Estado justo, es decir, el Estado en el cual, en general, todos los ciudadanos están regidos por las mismas leyes; y en particular, todos tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones.

El legislador que no decreta leyes que tienen la máxima generalidad, sino leyes particulares, cuya finalidad es beneficiar únicamente a algunos ciudadanos mediante el poder del Estado, no es realmente legislador. Es un agente repartidor de privilegios. Entonces, por ejemplo, algunos ciudadanos obtienen beneficios legales exclusivos, o privilegios. Es el caso de los ciudadanos que son exonerados de pagar impuestos, es decir, eximidos de la obligación de contribuir al mantenimiento del Estado. O es el caso de los ciudadanos a quien la ley les confiere el derecho exclusivo de exportar o importar determinado bien, de modo que solo ellos se benefician de la ley.

Importa, al legislador convertido en agente repartidor de privilegios, no la calidad jurídica de ser ciudadano, sino los particulares atributos de los ciudadanos. Importa, no el bien de todos, sino el bien de algunos. Importa, no la igualdad de derechos y obligaciones, sino la concesión privilegiada de beneficios legales. Importa, no ejercer el poder del Estado para procurar el bien general, sino ejercerlo para procurar el bien particular. Y cuando el privilegio se convierte en la mercancía con la cual el legislador pretende comprar votos; cuando legislar es una oportunidad para otorgar privilegios y surge la competencia por obtenerlos; y cuando los privilegios se conservan y hasta se incrementan, entonces el Estado está preparado para su extinción jurídica, oculta en un tosco simulacro de mera legalidad, en la que subyace el cadáver del derecho.

La suposición de que los ciudadanos tienen que someterse solo a las leyes que ellos mismos han aprobado mediante los legisladores que han electo; la abstracción de los atributos particulares de los ciudadanos y, por consiguiente, la generalidad de la ley, contribuyen al beneficioso acontecer del Estado; pero beneficioso para todos, y no solo para algunos.

Post scriptum. Un criterio para discernir entre una buena ley y una mala ley es la generalidad, la cual es propia de una ley justa.

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