Grecia Aguilera
De las Urnas del Tiempo de mi señor padre don León Aguilera (1901-1997), les presento a continuación “Velo blanco en mañana azul” que dice así: “Transparencia, ternura, levedad en el velo blanco tendido sobre la dulzura dormida del celeste matutino. Lo indescriptible. ¿Cómo describir la frente desde donde cae el cándido tul? ¿O una sonrisa celeste del infinito? Es una mañana de islas de níveos esplendores entre golfos azul desvanecidos. Y un filtrarse de claridades áureas. Se dice blancura. Y no la captamos. Se escribe celeste y no lo pincelamos. La mañana es un aire detenido sobre altos muros de luz. La mañana son campanas que quisieran sonar muy alto y difundirse desde sus torres de azur sobre los hombres para llamar a la misa de la paz, a la comunión de la fraternidad, a la plegaria sincera de no odiar, de no armar acechanzas unos contra los otros. Y entre esa ala virginal, translúcida, inmensa como queriendo cobijar nuestras humanas miserias para tornarlas en un arrullo amoroso, la luna, una luna quebrada, que casi pareciera un pedazo de nube, si no nos fijáramos que es esa luna, que casi se confunde con el fondo azúleo en que se duerme el querubín de una nube, de tanto transparentarse y tornarse etérea. Etérea parece la que es meta de las artimañas del hombre para conquistarla y colonizarla, para dominar su misterio y convertirla en una aridez más, en donde ya no hayan de trabajar más la Quimera y la Fantasía. Ya no hay argonautas tras las manzanas de las Hespérides ni tras el Vellocino de Oro, sino astronautas que bajo férrea disciplina sufren lo indecible para conquistar a Selene, a donde antes sólo han osado los Astolfos, en busca de la curación de la locura humana. Y ascendemos en una espiral de blancos éteres. Las calles se convierten en algo musical, en algo perfumado para los sentidos. Una campanada cae y se rompe en mil gorriones de plata. Un automóvil pasa y sobre su parabrisas se yerguen los morriones victoriosos del resplandor. Se mecen los incensarios de oro con los humos blanquecinos que derivan hacia lo alto, como hoy se evaporan nuestros pensamientos y nuestras avideces se deshacen en esas nébulas, en esas orlas, en esas franjas de blanco algodonado con erizamientos celestes. Es una mañana como pintada de una olvidada viñeta del suntuoso libro ‘Las Tres Ricas Horas’ del Duque de Berry. Todo tan suavemente miniado y tan de campo de lirios o delirios de una infancia sin mácula, de un sueño sin terrores. Y los cirios en alto con cintas blancas, y las cintas blancas alrededor de los cirios. Y los trajes albos, y las aleluyas. Vemos hacia el Oriente y sobre las casas, entre las torres, entre los altos edificios, la mañana es un aleteo azul celeste. Y ante la nube fragilísima, como la delicadeza, como el pudor virginal, una voz nos dice: lavaos hombres, de pensamientos impúdicos, libraos de roñas íntimas, de los complejos de inferioridad que impelen a pensar mal de los otros, a vejar con la menor respuesta, a sentir esa egolatría de quien no siendo sino cobre quisiera refulgir como el oro, y quisiera que todo fuera cobre. Alfombras de leves blancuras, tomad el pálido vellón en una mano, intentad tomarlo con una celeste sonrisa, y concluiréis que lo más sutil y delicado es la aureola del hombre, de la mujer, del niño que se nos escapa, y sin embargo la vemos refulgir en la bondad, en la sabiduría, en la pureza, en la nobleza del sentir, en el gesto caballeroso, en el reconocimiento al mérito ajeno. Y esta tenue atmósfera no la podemos corporizar, no la podemos tocar. Y sin embargo, es de quien la aspira, quien asuma su tonalidad aerostática, su oscilación de péndulo, de columpios blancos. La mañana es un mensaje de los ángeles divinos para que una vez podamos oír sus celestes coros.”