Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera
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11 de junio.
La muerte impone y se impone, pero el suicidio cimbra lo más hondo del tuétano humano cuando se presenta ¡siempre de súbito!

Matarse es confesar remordido. Y este es un rito que se oficia en el silencio acongojado del corazón. La culpa que el suicidio origina es la más implacable de las Furias-Erinias que nos arrastran a la autodestrucción.

A todos los que solemos estar informados de los acontecimientos del país ¡y con inteligencia sensible!, nos ha dejado confusos, desconcertados la desaparición forzada –por él mismo– de don Jesús Oliva, quien ha tenido la trágica audacia de hacer dramático mutis –en el escenario de las magnas culpas, del Gran Teatro del Mundo– que, desde hace algunos años, se vive en los calabozos vip de un oscuro cuartel guatemalteco, donde lo grotesco es siempre la constante histórica.

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio” –dice Albert Camus en las primeras dos líneas de “El Mito de Sísifo”– “y este es, el suicidio”.

Lo mismo reza, palabras más, palabras menos, el famoso monólogo shakesperiano que Hamlet inicia con las inmarcesibles voces: “Ser o no ser, he allí el dilema” (el asunto o la cuestión fundamental).

Es tan fácil quedarse voluntariamente dormido para siempre cuando las vicisitudes y avatares constantes de la vida nos hostigan y, sobre todo, cuando la Ley, el deshonor y la deshonra, asimismo, nos acosan como las funestas Erinias de la tragedia griega.

Don Jesús Oliva –con nombre de mártir por antonomasia y por excelencia– decide ahorcarse como Yocasta, quien lleva a su máxima posibilidad la catarsis, es decir, la purgación de la culpa. La culpa y su expiación son el paredón y el patíbulo supremos. Don Jesús Oliva, como los grandes personajes griegos y romanos lavó su deshonor ejecutándose él mismo. Otro Séneca. Castigo completamente desproporcionado si lo comparamos con el supuesto delito que se le imputaba. Así es la Furia del remordimiento. Porque cuando la culpa del pecado o del delito atenaza fieramente, entonces la persecución de los jueces –por la mácula– se torna colosal en los espíritus básicamente honestos como el de don Jesús. En cambio, en los verdaderos delincuentes sin superego y bestializados, como Pérez y la Baldetti, ¡claro que no!

Como yo no soy cristiano, sino pagano hijo de la Antigua Grecia, para mí el suicidio –aunque cimbre el alma e imponga su dantesca impronta– es una acción aconsejable y comprensible. En mi obra de teatro “La Cólera”, estrenada después con el título de “Expreso a Pandora”, que se sostuvo en escena por cuatro meses seguidos en el teatro del IGA –ganadora del Opus de Dramaturgia 1991– el joven protagonista gay se suicida perseguido por las Furias de la sociedad guatemalteca que discrimina a los homosexuales y lo conduce –intolerante– al suicidio. El tema del suicidio es una constante en mi obra literaria, como en mi cuento “El vuelo del colibrí”, altamente ponderado por Francisco Pérez de Antón, en reciente Boletín de la Academia Guatemalteca de la Lengua.

Por todo ello, estoy muy cerca de poder comprender plenamente el sufrimiento sin límites de don Jesús Oliva, mártir de la vida esperpéntica que se trajina en Guatemala. ¿La culpa de su propia muerte la tiene don Jesús o son sus “culpadores” los culpables de tal extremo, que lo pudieron haber orillado al suicidio con su persecución desmedida, lenta y retardada en sus procesos eternos?

No lo sé bien. Quisiera ser un pensador, mas sólo soy un aprendiz.

Sísifo fue el asesino de Tánatos –la muerte– que, en cambio, don Jesús invocó para acabar con su martirio, como un samuráis.

Un hombre finalmente ¡de honor!, no cabe duda, en su catarsis.

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