René Arturo Villegas Lara

Con los nuevos tiempos se dice que el ocio es un derecho humano y por eso existe el descanso de fin de semana, las vacaciones de los que trabajan y algunos contados lugares para salir de la rutina diaria, dentro de los cuales existe el zoológico La Aurora. Como yo fui interno durante cinco años en la Escuela Normal Central de Pamplona, este parque era nuestro segundo patio. En la tarde de los días de clases de la semana, de 4 a 5, nos daban a los internos un tiempo de salida y el destino obligado era ir a dar vueltas a los pasillos del zoológico, regresando a la Escuela con el tufo de los leones, los tigres y los saraguates oriundos del Petén. A veces ocurrían sucesos de importancia animal, como cuando trajeron por primera vez un elefante y a los de primer año nos llevaron para ver por primera vez a semejante paquidermo, algo así como cuando a Aureliano Buendía, el personaje de “Cien años de soledad”, lo llevaron a conocer el hielo. Dentro del internado se vivía otro zoológico simulado, pues, había apodos utilizando los nombres de cuanto ser viviente animal podía ser apto para identificar a los humanos. Así, estaban los patos de Puerto Barrios o el Pato Escobar de Petapa; el Tigre Batres de Casillas; el Zorrillo de Ixhuatán, sobrenombre emblemático porque nunca se bañaba; la Jirafa, compañero eterno de Mambo, de origen desconocido; el Cuzo Trejo de Jutiapa; el Chimpa Fión del Petén; Marabunta de la zona 5; Larva de Chimaltenango; Tarántula de a saber dónde; el Loro de Mazatenango; el Oso Barney de Escuintla y la lista se alargaba con algunos profesores que también tenían su parecido con otra especies, como la Chita Ramos, que era nuestro profesor auxiliar y un consagrado futbolista de la Universidad y de la Selección Nacional. Y así, toda la zoología de Orestes Cendrero, se replicaba con representantes humanos distintos animales que estaban enjaulados en los confines de La Aurora. El beneficio que representaba ser vecinos de La Aurora, no tenía precio. Regularmente los internos vivíamos, como suele decirse, a “tres menos cuartillo”. Cuando bien nos iba, nos encaminábamos a Los Arcos de La Culebra, ya llegando al Obelisco, y por escasos cinco len, abordábamos una camioneta Fénix, la “20”, y por ese precio recorríamos toda la ciudad, con la diversión de ir leyendo cuanto anuncio identificaba una tienda de barrio, una cantina, una peluquería, una venta de colchones en la Bolívar, una zapatería en la 18 calle y demás negocios que ya poblaban esta ciudad, entonces provinciana de los años 50. Claro que a fin de mes, cuando nos mandaban los diez quetzales para treinta días, uno podía tomar la 5, apearse en el Parque Centenario y recorrer toda la sexta avenida, hasta El Calvario, aunque esa arteria ya fuera un paseo de postín, en donde se veían los anuncios eróticos del Cine París, que al principio se llamó Cervantes, las telas del almacén El Cairo o comerse una mixta en el antiguo Frankfort, por 15 centavos con todo y una pequeña Coca Cola o una deliciosa “Grapettía”. Pero, el obligado paseo para nosotros los internos, era La Aurora, no sólo por tenerla a un paso de perico, sino, porque no nos quedaba de otra: montar un escuálido trencito; reírse de los que se estaban tomando la foto tradicional sobre un caballo pintado como cebra, con un león, un tigre o una pantera de fondo, según donde el fotógrafo tuviera su estudio; degustar un par de tacos o una tortilla rellena de chicharrón molido y luego volver al internado a jugar 21. Una vez andábamos con un par de compañeros recorriendo por milésima vez los entresijos de La Aurora y como era tradicional nos paramos frente a la jaula de un grupo de chimpancés. Allí estaban unos esposos con sus tres hijos tirándole manías a nuestros ancestros, según Darwin, y escuché que la dama le dijo al esposo, viendo muy atenta a los chimpancés: “–Yo creo que sí venimos de los monos–”. Y el esposo no pensó mucho en aventarle su respuesta: “–Vos tal vez; yo no–”.

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