Eduardo Blandón

Subo la cuesta de Villalobos y, relajado porque voy en tiempo, (me levanto a las cuatro y treinta de la mañana), pacientemente hago fila. Mis hijos duermen, mientras escucho con mis audífonos el podcast cotidiano sobre el universo de la tecnología de “Apple”. Todo va bien, estoy feliz, hasta que un troglodita abusivamente quiere colarse para avanzar sin hacer la respectiva cola que hace toda persona medianamente decente.

No, no es la primera vez que me sucede. Lejos de mí la sorpresa. Me sucede a diario y no solo en la subida de Villalobos, sino en cualquier parte de la ciudad: en la salida de mi colonia, en la Aguilar Batres, en Vista Hermosa… donde pueda asomar un simio, ahí encontrará la anarquía en su esplendor.

Y no es cuestión de género, grado profesional, condición social o cualquier diferencia que se le ocurra. Los abusones están democráticamente dispersos por el mundo. Hay variaciones, casi como en todo, pero sutiles. Los hay agradecidos, como que uno les hubiera concedido el espacio; los altaneros, esos que se imponen a la fuerza; los chulos, que invaden el espacio con una sonrisa diplomática… y los gallitos, que hasta pueden ofrecerle balas si uno amaga no cederles el lugar.

Los veo y, si son jóvenes, pienso que serán los próximos Padres de la Patria. Se me ocurre pensar que ese acto cometido es el signo distintivo de la vocación oprobiosa de sus vidas. Mínimo, me digo, son los que hacen trampa con las pesas en los mercados, el funcionario mañoso que holgazanea en las oficinas o simplemente el abusador de los débiles en nombre de su posición de poder. Nada bueno concibo en mi mente. Si fuera Calvino hasta diría que casi es la marca de su condición de condenados en la próxima vida.

“Exageras, me dijo un amigo, yo soy uno de esos que criticas y sería incapaz de robarme un quetzal o hacer el mal en esa manera extrema en que hablas. Haces una extrapolación fantástica”. Lo veo y aunque concedo que ahora no tiene mácula, pienso en la potencialidad de su corrupción. “Por ahora eres así, le respondo, verás qué fácil será pasar de tu falta de respeto vial, si persistes en tus actos, a grados superiores de mala conducta”.

Ya me dirá que no es el fin del mundo y tiene razón, sin embargo, no dejo de pensar que esos mismos terroristas del tránsito son los mismos que critican desde las redes sociales la corrupción del país. Despojados de vergüenza, se atreven a ver la paja en el ojo ajeno, sin apenas enterarse de la viga propia. A esos impíos del volante los animo a madrugar y a hacer ciudadanía desde la decencia del tránsito diario.

Artículo anteriorLa Biblioteca Nacional (y la lectura, como herramienta en el marco de la educación para el desarrollo)
Artículo siguiente“De hospital, en hospital”