Eduardo Blandón

La condición de convivencia pacífica, ateniéndonos a la experiencia, es un contrasentido desde todo punto de vista. Lo natural en los seres humanos parece ser la exaltación de las emociones, la guerra y la desmesura. Esto ha sido estudiado por diversos pensadores entre los que destacan Caillois, Bataille, el infaltable Freud y un etcétera rastreable, con seguridad, hasta los albores de la civilización griega.

Ese estado, que Edgar Morin llama ubris, será su carta constitutiva. La violencia de ese espíritu indomable condenado a la crueldad. El cerebro puesto al servicio de la destrucción con mecanismos de ingeniería especializada para extender el dolor a lo largo y ancho del planeta.

“Se observa, dice Morin (El paradigma perdido. Ensayo de Bioantropología), que lo que caracteriza a sapiens no es una disminución de la afectividad en beneficio de la inteligencia, sino, por el contrario, una verdadera erupción psicoafectiva e incluso, la aparición de la ubris, es decir, la desmesura. Esta desmesura impregnará asimismo el terreno de las pasiones violentas, del asesinato, de la destrucción. A partir de Neanderthal se multiplican, no sólo los asesinatos, sino las matanzas y carnicerías”.

Ello explica el desborde instintivo que motiva el exterminio en todas sus formas. La sofisticación de los sistemas y la humillación de los procesos de aniquilamiento. Porque resulta patente que el sapiens no se contenta con la muerte, requiere el despojo de la humanidad y la trituración de la psique total.

La modernidad con todos sus hallazgos e invenciones no lo ha hecho diferente. Ni la tecnología ni la superindustria con su economía rampante, lo ha encumbrado en un pedestal distinto. Lo suyo es la animalidad de la que no puede sustraerse (con su respectivo “plus”) a causa de unos mecanismos que lo retrotraen a la caverna de donde no puede salir.

Etienne Géhin, profesor de la Universidad de Nancy II, lo explica más fácilmente al afirmar que “el homo sapiens es portador de una dialéctica del orden y del desorden más abierta y problemática que cualquiera de las demás especies”. Se entiende con esto, amén de su complejidad, su naturaleza oscura.

Aspirar, por consiguiente, en las relaciones laborales, familiares o amorosas, a un estado paradisíaco en el que rija la ley del amor, es de suyo imposible. Se necesitaría algo más para ello, no solo la perspectiva de un relato nuevo, sino la certeza de una fuerza que supere los límites de la finitud y ofrezca un lustre distinto a la naturaleza corrompida de los seres humanos.

Artículo anteriorAsesinato de migrantes
Artículo siguienteDe calles, callejones y pasajes…