Dra. Ana Cristina Morales Modenesi

En el ejercicio de la bondad, algunas personas resultan con daños diversos al ser sus recipiendarias. Algo inverosímil pero, cierto ya que lo que puede ser bueno para alguien, para otro puede ser dañino. Lo que cabe por pensares que la bondad como cualquier otra cosa, aún las cosas materiales, tendrán que ser muy bien pensadas antes de otorgarlas. Un previo y pequeño escrutinio es inteligente antes de dar.

Creo que de allí se puntualizó el refrán: “tanto quiso el diablo a su hijo, que le sacó un ojo”. Todo lo basto enferma, y a veces las personas no se encuentran preparadas para recibir infortunios, pero tampoco, bondades. En el afán de querer obrar dentro de preceptos ligados al bien, se considera hacerlo de manera indiscriminada. Y en muchas ocasiones, no se cuenta con el beneplácito de quién pueda recibir la acción bondadosa que se dispone conferir. Y hay un factor también importante a considerar que en la mayor de ocasiones nos pasa de manera desapercibida. Y es que lo que puede resultar bueno para algunos, es nocivo para otros. Además, como ya les dije, la medida también es importante, así como dar, pero que con ese dar no se estimule a anular al otro.

De pequeña tuve la lectura de un librito que contaba la historia que podría ser parte de muchos de los ejemplos posibles acerca del tema. A lo lejos me recuerdo que la maestra de inglés nos dejó esa tarea. Una historia de dos hombres, creo que en época navideña, o era el Día de Gracias, se desarrollaba en Estados Unidos. Los dos acudieron a Emergencia y se encontraban gravemente enfermos. Uno era muy rico y había decidido compartir todas sus viandas con el otro hombre, un indigente. El problema al llegar al hospital consistió en lo siguiente: el hombre con riqueza, había dejado de comer por darle todo al indigente y este último comió tanto, como nunca en su vida, por no querer despreciar la actitud bondadosa del otro. Pero ambas conductas bondadosas propiciaron la enfermedad de uno y del otro.

Un hombre que sobrepasaba los 90 años de edad vivía solo. Tenía como rutina, caminar diariamente a la casa de su hija, quien le proporcionaba su alimentación diaria. Pero para ello, tenía que caminar muchos kilómetros, tanto de su viaje de ida como de regreso, no contaba con el recurso de pagar algún tipo de transporte. Y de pronto los vecinos que lo veían caminar tanto, con el único objetivo de ir a comer donde su hija, se apiadaron de él. Y comenzaron a darle jalón en sus vehículos, acto por el cual, ellos se sentían generosos, lo cual les hacía sentirse un tanto orgullosos de su buen proceder. Pero lo que nunca llegaron a reflexionar es que este acto no lo realizaban de manera constante y sí, el hombre casi llegaba a sus 100 años de edad. Era en parte por el ejercicio físico que realizaba de manera rutinaria. Y al realizarle, el pequeño favor de acercarlo a su lugar de destino, la energía y la fuerza que sus músculos y su corazón habían logrado por su rutina física corría el riesgo de disminuir, y con ello, contribuir a acortar sus años de vida.

Una madre decidida a mostrar el mayor y profundo amor a su hijo, toma como decisión y muestra de amor hacia éste: que mientras ella estuviese con vida, su hijo no tendría que sufrir en vano y si estaba en sus posibilidades hacerle las cosas más fáciles, ella misma se las haría. El niño creció y el tanto amor y bondad de su madre lo sofocó. Era muy bien conocido por su torpeza e inutilidad para realizar cosas sencillas, y al relacionarse en el mundo cotidiano, el temor le invadía, siendo objeto de burlas y sinsabores. Él no se sentía cómodo con su vida, ésta le proporcionaba miedo. Y el concepto que tenía de sí mismo no le provocaba mucho orgullo, sino, todo lo contrario, se sentía miserable, porque no sabía qué hacer, cómo hacer las cosas Y de alguna manera, con tanto amor, había sido expropiado de su propia vida.

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