Adrián Zapata
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La democracia representativa tiene en el poder Legislativo su máxima expresión. Allí se manifiestan las diferentes corrientes ideológicas políticas, es plural por naturaleza.
El deterioro de la legitimidad de este organismo es correspondiente con el proceso de deslegitimación de la política en particular y de lo público en general. Eso está sucediendo en la mayoría de las democracias occidentales. En nuestro país es particularmente dramático. Los diputados, como tigres infinitamente manchados, asumen que una más no les importa.
Los parlamentarios, en general, no responden a ninguna ideología política, no están orgánicamente vinculados con ningún partido, porque no los hay, son sólo agrupaciones clientelares, propiedad de un caudillo, apadrinadas financieramente por algún poder paralelo, legal o ilegal, sin plataformas programáticas por las cuales luchar. Por consiguiente, la única razón de su conducta son los intereses particulares, individuales o de grupos. Se privatiza así su práctica política.
Por eso es comprensible que se encuentren angustiados por las consecuencias de una práctica delincuencial realizada al amparo del poder estatal, la cual había venido en constante incremento, gobierno tras gobierno. La CICIG, rescatada por Don Iván, los tiene ahora contra la pared. Afortunadamente, el siempre poco confiable poder imperial es, como siempre, consistente en defender su seguridad interna en el exterior, ahora atajando la corrupción en estos Estados periféricos que se han convertido, por su descomposición, en infuncionales para garantizarles sus intereses. Por eso, a los diputados no les importa ya el cinismo con que actúan. Es eso o verse perseguidos por sus actos, ahora o dentro de poco. Están decididos a librar la batalla por recomponer el “viejo orden”, actuando en alianza con todos aquellos que se encuentren en condiciones similares a las de ellos, incluyendo al Presidente de la República.
Pero, ¿cómo llegamos a esa dramática situación?
La responsabilidad es colectiva, pero principalmente de los poderes históricamente hegemónicos y de quienes se acomodaron a sus mandamientos.
Nos dijeron que lo público era perverso, que lo privado, principalmente su excelsa expresión, el mercado, era la panacea para garantizar la convivencia humana. Recordemos que los empresarios llevaron en hombros a Álvaro Arzú como el adalid de las políticas neoliberales. Muchísimos de quienes ahora se rasgan las vestiduras exigiendo valores en la política, no hace mucho vociferaban el fin de las ideologías, olvidando que los valores están fundados en ellas.
Se deformó a las juventudes, básicamente clasemedieras, con la idea que aspirar a ser funcionarios públicos era sinónimo de mediocridad. Los verdaderos triunfadores en la vida eran los emprendedores.
El gran capital y el narco capital se dedicaron a ser los mecenas de los políticos, quienes se refugiaban en planes de saqueo vulgar del erario para sus fines privados de acumulación. Lo único que les interesaba a esos financistas era, a los legales, tener dóciles servidores “públicos” que con políticas públicas sesgadas favorecieran sus intereses de reproducción de su capital y a los ilícitos que se tolerara y hasta se protegieran sus actividades criminales. Este ciclo maligno se cerró con la cooptación del Estado por el crimen organizado, donde se amalgamaron políticos corruptos, narcos y empresarios/delincuentes.
La CICIG abrió esa caja de Pandora y, como en la mitología griega, al final afortunadamente ha quedado Elpis, el espíritu de la esperanza.
Recuperar la política es la gran tarea, para lo cual hay que “desprivatizarla”. Que sean los intereses públicos y no los privados los que la constituyan y la guíen.