Mario Alberto Carrera
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Mayo de 1818 y mayo de 1968.
Desde el final de mi adolescencia tuve verdadera devoción -y una admiración a ultranza- por el pensamiento de Karl Marx. Mi encuentro con sus teorías del Materialismo Dialéctico y del Materialismo Histórico (naturalmente que con el espaldarazo de Darwin) me sacaron para siempre de la horrible dependencia de creer en Dios. Me hice ateo porque pude tener (con mi encuentro marxista) la claridad meridiana de entender que el principio “lógico” de la causalidad (sostenido durante 3000 años) no es más que, acaso, el más gigantesco solipsismo de la Cultura para tener un Padre Eterno castrador y una esperanza de vida trascendental. Mitos arqueológicos.
Poco después de mi amor por Marx vino mi amor por Herbert Marcuse y mi frontal encuentro con un libro que cambió asimismo mi vida. Me refiero a la obra cardinal marcusiana: “Eros y Civilización”, subtitulada: “Investigación Filosófica sobre Freud”. Corría el año de 1966 o 67 y estábamos –porque fuimos la primera promoción de la carrera de Filosofía y Letras, en la jesuítica Universidad Landívar- una troupe de casi imberbes jovenzuelos, que derivamos en importantes escritores, académicos, lingüistas, periodistas y columnistas del país, en 2018.
Antes de continuar este breve texto, debo contar a mi instruido lector, que -en aquel mayo francés de 1968- dos fueron los emblemas perfiladores y primordiales: “La imaginación al poder” y las tres emes: “Marcuse, Marx y Mao”. Dos de estos tres apellidos, y sus obras, definieron mi vida intelectual por los iniciáticos pasos de mi balbuceante sendero universitario -ya lo he insinuado- los de Marx y Marcuse.
Fue Marcuse el que me concedió la gracia del equilibrio y que detuvo un posible desboque fogoso y absurdo hacia el marxismo total. Es decir: al marxismo leninismo estalinismo. Fue aquel alemán -formador del círculo de Frankfurt- quien partiendo del marxismo (porque fue inicialmente marxista) arribó a Freud y mezcló y juntó lo imposible: las necesidades sociales de las grandes masas proletarias, con las necesidades de la contención inhumana del yo reprimido, “gracias” a la negación del inconsciente “pecador”, lleno de sexualidad ¡natural!, y exultante y prohibida por los siglos de los siglos, en la hipocresía de la Iglesia.
Marcuse fue el gran reconciliador cultural del 68 francés –y aunque los jesuitas de la Landívar no lo enseñaban ex profeso- se filtraban sus efluvios seductores en algunas aulas, por la magnífica intervención del único jesuita que he conocido digno de todo mi respeto: Antonio Pérez SJ, q.e.p.d. y cuyo paso en volandas por Guatemala, dejó -a pesar de las poco evolucionadas mentes de los curas tradicionales de mi primera alma máter- aires de renovación. Pérez me insinuó el catalizador poder marcusiano -que pudo aunar a Marx con Freud- cuyos númenes era alumbrados, también a poca distancia por Nietzsche (otro de mis grandes amores) Darwin y obviamente por Kierkegaard, que profetizaba, asimismo, el existencialismo especialmente sartreano. Y todo esto nimbado por la presencia terriblemente mágica de la que fue mi compañera por 25 años: Luz Méndez de la Vega, liberadora sexual de la mujer, feminista y tumbadora de ídolos, mediante su poesía filosófica, aunque finalmente haya escrito y publicado -en contra de mí- sus “Epigramas a Narciso”.
Hace 50 años (lo digo en un sentido global y simbólico y no porque haya sido en esta fecha exactamente) yo nací a la libertad. Y con tal parto busqué entonces la forma de expresar esta dicha intelectual y espiritual: mi tesis de licenciatura sobre Marcuse, y su “Eros y Civilización”: “Investigación Filosófica sobre Freud”, que, en este indigente país, apenas tuvo repercusión. Marcuse, en cambio, me lo agradeció, por carta, desde La Jolla, Cal., donde entonces vivía. El asesor fue el P. Antonio Pérez.