Eduardo Blandón

La clarividencia es uno de esos dones compartidos, tanto por los ideólogos de la derecha como sus adversarios de izquierda.  Sucede así porque afirman precisamente una ideología que lleva incorporada la comprensión audaz y temeraria del mundo.  No hay búsqueda ni duda porque sus textos son dogmáticos cual si se tratara de un catecismo para la evangelización de infieles.

Esa seguridad es la que les otorga la facultad para la descalificación.  Si se trata de la gente, el tratamiento a veces es benévolo y exculpatorio, porque al fin es “la masa”, “ovejas sin pastor” a merced de lobos hambrientos.  Referido a intelectuales, la crítica es más corrosiva, se dirá que son mercenarios de la pluma, vividores de la cooperación internacional, o simplemente ciegos, traumados o sujetos que viven del discurso revolucionario.

Lo cierto es que ambos son repulsivos, tanto por sus poses de sabelotodo, como por sus afanes en el retorcimiento de la realidad para provecho propio.  No son hombres (o mujeres) consagrados a la búsqueda inocente de la verdad, sino equilibristas, malabaristas de ideas con las que juegan para convencer y ganar adeptos.

Puede que al principio hayan sido personas con voluntad sincera para la indagación honesta de la realidad, pero en el camino, según las circunstancias particulares, se extraviaron para convertirse en esa vulgaridad confirmada a través de sus textos.  Artículos o libros venales, lleno de cálculos, sesgos, medias mentiras y patrañas.

Los recursos no parecen tener fin.  La idea es crear conspiraciones, azuzar y crear suspicacia y malestar.  Labor que realizan orgásmicamente al desplegar sus habilidades intelectuales para la trama y la telenovela.  Exponen sus dotes de alquimistas en la elaboración de ese veneno eficaz vertido en las conciencias de la comunidad a la que pertenecen.

No siempre estos hombres o mujeres de derecha o izquierda son venales.  Algunos son francotiradores obsesionados por ideales de juventud, otros son lobos solitarios en bosques de terror.  Les une la arrogancia con la que resuelven el mundo atizados por los aplausos ajenos.  No temen el ridículo porque hay complacencia en su quehacer mágico.

Pero no hay que perder la paciencia porque como dice el Evangelio sobre los pobres: “a ellos siempre los tendrán con ustedes”.  Bastaría identificarlos y no darles pábulo.  Confiar en el inexorable paso del tiempo que alumbre la verdad mientras se extinguen los falsos profetas en su afán de dejar su huella de babosa en el mundo.

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