Luis Fernández Molina
La imagen que tenemos de un español es la de alguien alegre, bromista, aficionado al fútbol o a los toros y al vino. A las mujeres las conceptualizamos como guapas bailarinas que zapatean al ritmo de las guitarras flamencas. Y esa visión es correcta. (Es diferente cuando algunos vienen a Las Indias, pero ese es otro tema).
En su tierra el español es hospitalario, abierto, agradable. Así lo ha sido, a excepción de una pesadilla que duró algunos años. No reconoceríamos a muchos españoles de la década de los treinta del siglo pasado. La Guerra Civil Española es el enfrentamiento fratricida más perturbador que registra en detalle la historia. Toda guerra civil es cruel, ingrata, injusta.
En los Estados Unidos, la guerra interna fue muy dura, pero los bandos estaban bien demarcados, el norte contra el sur. Cualquier habitante de Boston sabía que su vecino era partidario de la unión y de la abolición, en Atlanta, estaban que todos eran fieles partidarios de la esclavitud y odiaban a los yankees. El enemigo estaba lejos, en el norte o en el sur. La Revolución Mexicana era un reclamo popular en contra de una tiranía de varias décadas. La población estaba unida en contra de la imposición del gobierno central absolutista. El enemigo estaba en la capital.
La conflagración española fue diferente. El enemigo podía estar en la vecindad, en la calle de enfrente. La polarización ideológica rasgó lo más íntimo del tejido social. Terminaban amistades por simples discusiones; las discrepancias con los amigos en los bares se resolvían a golpes y muertes. El desencanto con la monarquía había llevado a la instalación de la República tras la dictadura de Primo de Rivera. En 1931 se proclamó la Segunda República. Las primeras elecciones republicanas en 1931 fueron balanceadas, pero en las segundas elecciones, de 1936, venció el Frente Popular que comprendía a varios partidos y grupos de izquierda, desde moderados hasta marxistas. Fue contra este gobierno legítimo que se levantaron los militares sublevados encabezados por Emilio Mola y “el Generalísimo”. La guerra duró tres encarnizados años que, entre muchos autores, fueron descritas por José María Gironella en su majestuosa obra “Un Millón de Muertos”.
El mayor combustible que inflamó la hoguera fue la ignorancia y el fanatismo. Todos los españoles se fanatizaron. Gran porcentaje de la población, especialmente rural, era analfabeta. La Iglesia, sumamente influyente se decantó claramente con los nacionalistas. Por lo mismo los rojos se dieron a la tarea de denostar todo lo religioso. Asesinaban curas y violaban monjas. Quemaban imágenes y profanaban los templos. Los odios se desataron y casi obligaron a la población a tomar partido. O eras republicano o eras nacionalista. Por la estrechez de conceptos se simplificaron las agendas para que la gente entendiera y tomara partido. El nacionalista era temeroso de Dios, tradicionalista, monárquico, disciplinado, partidario del ejército. Los leales al gobierno eran liberales, republicanos, vanguardistas, ateos, anarquistas, etc. Tan condicionados estaban los bandos que para los unos Hitler era héroe, para los otros Stalin un semidiós. La convivencia resultaba cada vez difícil por esa radicalización social. Campeaba la ignorancia y por ello se creía a ciegas las proclamas y la propaganda. En guerra muchos españoles, apasionados y obnubilados, se transformaron en verdaderos monstruos.
Viene a cuento lo anterior porque en Guatemala se están incubando los mismos microbios que contaminaron a la sociedad española. La ignorancia, no por analfabetismo sino algo peor, el exceso de información manipulada. Se imponen los extremismos, las etiquetas, los encasillados en moldes cincelados a la medida de las torcidas intenciones de sus creadores. Respaldas a CICIG o respaldas la corrupción. Así de simplista.