Adolfo Mazariegos

La semana pasada, en este mismo espacio, comenté brevemente acerca de cómo las sociedades latinoamericanas han convivido con la corrupción incrustada en las estructuras de los Estados actuales, y de cómo, producto de las llamadas primaveras o despertar ciudadano en distintos países, la percepción de la democracia estaba experimentando cierta transformación (por lo menos, eso es lo que pareciera estar sucediendo). Sin embargo, al mismo tiempo y aunado a esa dinámica de cambio, también se experimenta un fenómeno que podríamos dividir inicialmente en dos vertientes, que por supuesto, merecerían análisis separados y más exhaustivos: la primera de ellas, el hecho de que la participación ciudadana, en un alto porcentaje, se ha limitado a protestas populares que, si bien han contribuido a iniciar procesos de cambio largamente deseados y esperados a nivel de grupos sociales cada vez más amplios, pareciera ser que avanzan lentamente, lo cual es algo lógico -y hasta cierto punto comprensible-, en virtud de que los cambios de esa magnitud, por cuestiones obvias, no podrían darse de la noche a la mañana, dado todo lo que implican y dadas las consecuencias de distinta índole que en un momento dado pueden acarrear. Además del hecho de que las protestas y manifestaciones populares, no necesariamente llevan a la participación de los individuos en política activa y en la toma directa de las decisiones. En el ámbito teórico de las ciencias sociales, estas cuestiones han sido ampliamente discutidas (aunque no suficientemente aún), desde temas muy elementales hoy día como los clivajes de Lipset y Rokkan, hasta planteamientos más complicados desde distintas perspectivas y corrientes que a lo largo de la historia han abordado la llamada ‘teoría de la revolución’. Ocioso sería, en este momento, tratar de ahondar en ello. La segunda vertiente, que es una cuestión de aplicación más bien práctica (por denominarle de alguna manera) en honor a la verdad no es algo nuevo, aunque sí más visible actualmente: esa suerte de círculo vicioso mediante el cual se ha tolerado la corrupción como algo casi normal (“robó, pero hizo algo por el país”; “todos roban, pero él robó menos”, etc.) es el hecho de que incluso las nuevas generaciones que están viviendo esos procesos de cambio, tienen en su conjunto social, un segmento de individuos cuya finalidad al incursionar en política -las más de las veces- es su propio interés personal, sea como mecanismo para enriquecerse rápidamente de forma ilícita, sea como artilugio para obtener o aumentar el poder personal y/o de grupos reducidos y específicos, cuestiones que, en estos casos, resultan teniendo una relación bastante estrecha. Resulta evidente, por lo tanto, que la percepción de la ciudadanía con respecto a la democracia está cambiando, y en tal sentido, eso inevitablemente debe llevar a una nueva forma de gobernar los Estados observando la participación ciudadana, lo cual, por supuesto, incluye también una correcta aplicación de la justicia…, pero ése, es otro tema.

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