Adolfo Mazariegos

El hecho de que en distintos países de América Latina se estén produciendo cambios político-sociales y movimientos que hace tan sólo unos años eran impensables como mecanismos para buscar o coadyuvar en la erradicación de la corrupción que, innegablemente, ha permeado las estructuras mismas de los Estados, pone en evidencia, por lo menos, dos situaciones de sobrada consideración. La primera, cuya raigambre quizá valdría la pena buscarla inicialmente en lo puramente histórico, es el hecho (también innegable), de que la corrupción fue ganando terreno y arraigándose a través de los años hasta convertirse en una realidad de magnitudes descomunales con la que se llegó a convivir incluso hasta hoy día casi de manera normal, es decir, llegó a constituirse prácticamente en un elemento más de esa suerte de cultura a través de la cual aquello que no es correcto pero que se puede hacer aunque sea indebido y que permite obtener algún tipo de beneficio particular o grupal en el marco del ejercicio del poder (particularmente gubernamental, aunque no con exclusividad), ha llegado a parecer en muchos casos más una ventaja y símbolo de agudeza personal que algo indebido o reprobable. La segunda cuestión (o situación), es ése despertar popular que se ha observado en distintos países latinoamericanos cuya ciudadanía ha abanderado el lema de la lucha contra la corrupción, con lo cual han aceptado su existencia y capacidad, generando con ello cierta presión en función de cambiar esa dinámica de acción con la que no se identifican las mayorías a pesar de haberla tolerado durante mucho tiempo. Esto, en gran medida, se debe a que los hechos de corrupción se han hecho más visibles y desproporcionados en la actualidad, lo cual ha provocado que el vaso se rebalse y que el descontento popular, aunado al incumplimiento de las expectativas creadas en base a ofrecimientos populistas y falaces que han sido punto de partida para acceder al poder gubernamental en muchos casos, produzca una búsqueda de mecanismos y alternativas a través de los cuales se puedan erradicar dichas prácticas que, aunque puedan parecer normales, no pueden considerarse de tal manera. En ese sentido, prudente es hacer ver que, como suele decirse coloquialmente, una cosa lleva a la otra, y un sistema corrupto que no se detiene es capaz de generar más corrupción al grado de llegar a constituirse en parte del imaginario colectivo como algo natural e inevitable (ese es el punto de partida para la presente reflexión). Ciertamente, la corrupción no es un fenómeno exclusivo del continente latinoamericano, pero sí posee en este caso, cualidades únicas que han provocado inestabilidad, desigualdad y atraso, y asimismo, ha permitido la incursión en el escenario político de actores cuya participación ya no puede soslayarse ni subestimarse como factores de incidencia… Vale la pena considerar el tema.

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