Eduardo Blandón

“Alégrense y regocíjense” es el nombre de la reciente exhortación apostólica firmada por el Papa Francisco el pasado 19 de marzo del año en curso. El tercero de sus textos pastorales, luego de Amoris laetitia (Sobre el amor en la familia), 2016, y Evangelii gaudium (Sobre la alegría del Evangelio), en 2013.

El documento del Pontífice es un llamado a la santidad en un contexto donde los cristianos viven a contracorriente derivado del confort y la invasión de las ideologías, típicos de la era digital en pleno siglo XXI. Para ello, anima a la comunidad cristiana a retomar las Bienaventuranzas para enfocarse en el cumplimiento de los preceptos de Cristo en conformación con su voluntad.

Contemporáneamente, advierte su Santidad sobre algunos peligros que amenazan la correcta interpretación del anuncio evangélico, como el del “gnosticismo actual” que ofrece una especie de domesticación de la Palabra de Dios en virtud de la seguridad que ofrece la razón en materia de conocimiento bíblico/teológico. Olvidan, dice el Papa, que “Dios nos supera infinitamente” y por ello nunca podremos llegar a comprender con certeza la dimensión precisa de su proyecto salvífico.

Asimismo, se refiere al “pelagianismo actual”, en el que algunos cristianos niegan la necesidad de la gracia para abandonarse con cierta soberbia a las fuerzas de la voluntad propia. A ellos les recuerda el Papa que “la Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa”.

Uno de los efectos de ese pensamiento consiste en la rigidez en que se traduce la vida cristiana, reducida a normas, costumbres o estilos. Dicha visión esclerotiza la praxis evangélica, fijada en fórmulas, estructuras y obsesiones que traicionan la libertad de la doctrina enseñada por Jesús.

Fiel a su estilo sencillo, el Papa Francisco apela al uso de los medios enseñados por la doctrina cristiana, la eucaristía, la oración y la penitencia, entre otros, para asumir un estilo de vida que testimonie el amor a Cristo. Sin olvidar, claro está, el tema de la misericordia que nos abre a los demás y permite una vida cristiana de signo comunitario.

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