Mario Alberto Carrera
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31 de marzo.
Menuda, frágil y leve. Parecía la encarnación de un poema de Bécquer. Femenina, con esa femineidad que sugieren las pequeñas fuentes, hecha para recibir –para calmar, para dar reposo– al guerrero.

Pero todo eso fue envoltura. En el fondo subyacía una fortísima amazona, una guerrera, una mujer de carne y hueso –nada leve– hecha para la lid, para dar combate –singular o plural– para retar al mundo y ser contestataria desde la apariencia de una almena de cristal.
Pero, ¿cuál de las dos fue y es Margarita Carrera? ¿La coloso del poema –que vociferante reta a Dios o al sistema– o la niña pequeña de ojos traviesos y risueños –a veces– y otras tristes, cansados y fatigados del caminante?

Su rostro era fino y virginal. ¡Sí! Fino y del trasmundo como el de una Virgen renacentista ¡ni siquiera como el de una Virgen barroca! Rutilante e iridiscente de pureza. De pequeños ojos pero profundos, boca y nariz de elegante y nítido dibujo. Largo pelo negro, que antes/antes usaba suelto y sensual, cayendo sobre los hombros, en gesto casi provocador. Después lo llevó recogido, en severo moño pincelado por muchas líneas plateadas de austeridad intelectual, que nos hablan de una Margarita que quiere salir de “Del Noveno Círculo”, para ingresar a la serenidad del nirvana al que accede en este instante inescrutable de su muerte.

De nervioso caminar –pasos pequeños y menudos– palpitante como su andar casi “taquicárdico” por el ansia de vivir, conocer y descubrir, quizá, lo ignoto. Su ansioso paso y sus movimientos rápidos, cortantes y súbitos nos revelaban a una mujer en permanente angustia ante el misterio, viandante en el sendero donde acaso el ser heideggeriano se descubre.

Dulce y colérica. Agresiva y suave, leve y aleve. Luchadoras pero otorgadora de paz. Fue la contradicción permanente sobre dos piernas femeninas y sutiles. Pudo amar y odiar con la misma intensidad y deduzco que por ello se torturó y esa tortura la hizo poema. Porque no hay que ser psicoanalista para conocer el ser de Margarita. Basta con leer atentamente su poesía que, aunque a veces críptica, (sobre todo a partir de “Del Noveno Círculo”) no obstante siempre nos ha permito –su lírica– ver (pero sólo a los que somos sus pares malditos) el interior atormentado de una Santa Teresa en clave negativa y “que muere porque no muere”, pero por el amante real de carne dionisíaca.

La sabia síntesis que Margarita aprehende indudablemente de Juan Ramón Jiménez (igual que Luz y Alaíde) la arranca de “Piedra y Cielo” para escribir “Poemas Pequeños”, rasgo de condensación desnuda que se acendra más y más en “Desde Dentro” y alcanza toda su plenitud en “Poemas de Sangre y Alba”, poemario que para mí sigue siendo el mejor de Carrera Molina hasta su muerte, hoy 31 de marzo de 2018. Pese a que a ella le gustaban más –y me lo dijo– “Letanías Malditas” y “Del Noveno Círculo”.
En “Poemas de Sangre y Alba” Margarita alcanza su plenitud. Explota de manera fecunda y original todo el estro ardiente y sintético juanramoniano: autor del poema más breve en castellano: “¡No la toques ya más, que así es la rosa!”

En “Poemas de Sangre y Alba” es Juan Ramón pero sin serlo. La completa capacidad de síntesis, el resumen, la condensación, la esencia los maneja con absoluta maestría. Con este libro se consagra y pasó entonces y ahora –con él- a la eternidad, como en “Eternidades” de JRJ.

Quiero con estos breves recuerdos y en volandas, decirle adiós a Margarita: mi tía, mi catedrática, mi colega en la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. La lloro y la lloraré siempre porque nos unen íntimos lazos de sangre, y de espíritu sobre todo.

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