Adrián Zapata
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Nuestra Semana Santa se caracteriza por la magnificencia de sus procesiones y la devoción de los fieles.

Hay un fenómeno sumamente interesante sobre el cual quiero opinar en el presente artículo, que se produce en el contexto de la celebración masiva de esta efeméride religiosa, donde la gente participa con comprometida devoción o simplemente como pueblo que se suma a las procesiones. Paradójicamente, se conmemora el drama del sacrificio de Jesucristo, pero con mucha menor trascendencia el gozo de su resurrección.

Los católicos son los grandes protagonistas sociales de estos días de religiosidad. El pueblo recupera las calles, como espacios públicos que son, o por lo menos deberían ser. Como una amiga me decía, amishados se quedan los políticos y líderes sociales de diferentes sectores cuando ven las muchedumbres desbordando las calles y avenidas de la capital y muchas otras cabeceras departamentales. En el “interior” del país, las procesiones también proliferan. En algunas prevalece ese tradicional color morado cucurucho y en otras el colorido típico de los trajes indígenas.

El arte también se apodera del espacio público, expresado en el policolor, creatividad sin límites y trabajo colectivo que están presentes en las bellas alfombras.

La devoción es la divisa con la cual se hermana el pueblo católico.

Pero esta medalla también tiene otra cara que analizar. La identidad de pecadores une a quienes se expresan en esta conmemoración, la cual se observa al cargar las pesadas procesiones, hacer las largas horas de cola para verlas pasar o al manifestar el profundo sentimiento de culpa que los agobia aún más que el peso del anda, aunque, dicho sea de paso, muy probablemente no vaya acompañado del espíritu de enmienda.

Algunas madres y padres van a cargar con sus hijos en brazos, para que las bendiciones que logren con su expiación beneficien primordialmente a sus vástagos.

Prevalece en esta época el dolor, el duelo y el culto a la muerte. El Viernes Santo es el epicentro de esta catarsis colectiva.

El Domingo de Resurrección es una celebración de muchas menores dimensiones. Una procesión tempranera, bastante pequeña físicamente, sin tanta feligresía. Nada que ver con el Viernes Santo.

Supongo que para el cristianismo en general la resurrección es la esencialidad de su fe. No es el nacimiento del Niño Dios, tampoco el martirio de Jesucristo, lo fundamental es el triunfo de la vida sobre la muerte, del perdón sobre el pecado. Y eso es lo que se celebrará este próximo domingo.

Todo este culto al dolor, el sufrimiento y la necesidad penitente tienen su referente en la realidad social e histórica de nuestro pueblo. La desnutrición que afecta a casi la mitad de los niños guatemaltecos y que en el área rural es de magnitud dramática, la pobreza general y extrema que es generalizada, junto a la profunda desigualdad prevaleciente y los altos niveles de exclusión, expresados particularmente en la discriminación étnica y la conducta patriarcal, son todas esas características las que producen el dolor que sufre cotidianamente la mayoría de guatemaltecos y guatemaltecas. Y en las áreas urbanas también existe la realidad y percepción de inseguridad que nos hace tener incertidumbre diaria sobre la posibilidad de regresar vivos a nuestras casas.

Seguramente, en muchos guatemaltecos subyace el sentimiento que debemos estar pagando algo, que no es posible tanto sufrimiento si no es porque indefectiblemente corresponde con saber qué tantos y graves pecados que nos acompañan.

Entonces, ¿cómo sentir el gozo de la resurrección en condiciones tan históricamente adversas? El sentimiento subyacente que “algo debemos” alimenta nuestro extremado espíritu penitente.

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