Alfonso Mata

La justicia se derrumba, los malos cierran filas, los buenos se esconden y dispersan. Los malos se apoderan de bienes y del sistema de justicia, el pueblo calla. La CICIG la cierran y la despiden. El Ministerio Público cambia de conductor. Eso está sucediendo o por suceder en nuestras narices y ¿con qué nos topamos?

Con un pueblo que calla. Un pueblo que calla, es un pueblo de esclavos, tumbado a manera de gatos, se encanta y deja llevar solo por el barullo de los que luchan por el poder y la posesión de sus bienes y se divierte con los éxitos y fracasos, entradas y salidas, que estos tienen. Un pueblo que no se deja llevar por una señal que avive en su pecho justicia y libertad, aduciendo ceguera por miedo, que en lugar de buscar libertad, lo único que hace es lamentar y lamer su desgracia día y noche. Un pueblo que en su vida, sólo momentos como el de la plaza, lo hacen emitir gritos de alegría y rebeldía para luego caer en imperturbable espera, sin esperanza de conquista, es un pueblo de timoratos, en que muchos solo esperan la primera oportunidad para escalar al lugar en que hoy están los que acusa. Hoy odia y mañana ama y encumbra.

Un pueblo en que el silencio pesa sobre su lengua, que su voz no puede hablar con claridad, pues le abruma la ignorancia y el temor, mientras los buitres revolotean alrededor del poder, bogando con contubernios y chantajes en torno a lo que le pertenece al pueblo, es un pueblo que siempre será ignorado y mercancía del aprovechado. Así estando las cosas, permanecerán dónde están, pese a los gritos y denuncias y no es con memes, chateadas y WhatsApp, que se aplacan las injusticias, es haciendo actos y cumpliendo responsabilidades.

Un pueblo con profesionales apáticos, con sindicatos manejados por aprovechados, es un pueblo con médula vieja de falsos estímulos y pechos conformistas, cubiertos de flagrantes engaños, para el que no existe medicina que cure sus inquietudes y vacíe sus tristes y equivocados pensamientos, que llenan de congoja y sufrimiento y destrozan múltiples vidas, pero no soluciona. La indiferencia no lleva persuasión alguna y la ignorancia hunde, en fanatismos e injusticias.

Hace más de ciento cincuenta años, mi bisabuelo Gavidia, hablando de Centroamérica escribió: “lo que anda arriba” y decía: –Yo me llamo vicio; –Yo estafa; –me llamo violencia; –Yo robo; –Y yo asesinato –y ¿qué hacemos? Gobernamos.

De tal manera y con nuestras actitudes y tolerancias, estamos condenados a zozobrar en cualquier momento ante la democrática tiranía que nos ata al cuello; hundidos en la inanición, sin sed de acción y de lucha alguna, parados en medio de una contradicción. Justicia e injusticia, radicalmente son opuestas, de la que triunfa la que más pone elementos creativos y activos.

En el pueblo la multiplicidad se da. Unos sin percibir el error, otros aceptándolo sin vana rebelión y eso engendra… nada. Se pretende huir y callar y en ello se ve la salvación y en muchos casos se evade hacia el Altísimo, sin asimilarse en todo lo posible, al encuentro de la justicia.

En el otro caso, dentro de un proceso de progresión evidente, se lucha por la descomposición de la justicia, se cierran filas alrededor de eso. El diálogo entre ambición, alma y entendimiento se anula y sin vana rebelión de conciencia, se atrapa todo lo que pasa alrededor de uno, propio y ajeno.

Y en medio de esos dos impulsos, en el interior de esos límites, nadie parece querer ordenar pensamientos y acciones dentro de la ley. Triunfan los que luchan por no percibir ni aceptar la justicia, sobre los que esperan sin vana rebelión. En el interior de esos límites, no existe ningún otro poder y eso permite, un juego feroz y vano, sin principio y fin, sin sentido alguno. Cada quien empujado a su combate, se ve separado y con derechos diferentes, he aquí el problema y ante eso ¿cuál es nuestro deber? Recoger y trabajar la esperanza y desprenderse del miedo. Dejar de colgarnos del azar, pues con tal pensamiento, nuestro mundo permanecerá tal como es.

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