Adrián Zapata

Algunos afirman que tenemos un Estado corrupto, con lo cual se está diciendo que la corrupción se ha “institucionalizado”, habiendo sido cooptado por estructuras criminales que lo instrumentalizan en función de sus intereses, obviamente, particulares.

Pero el corrupto siempre es un individuo y su conducta puede expresarse en el ámbito público o en el privado. En este último puede ser cuando se apropia, en beneficio personal, de algo que pertenece a la empresa en la cual trabaja. Cuando la conducta se manifiesta en el ámbito público, entonces hay apropiación privada de algo que pertenece al Estado, es decir que pertenece a la ciudadanía. Aquí las víctimas somos todos.

Las ideologías políticas, sean éstas social demócratas, social o demócrata cristianas, socialistas, comunistas, liberales, etc., ninguna de ellas contempla la corrupción entre sus componentes. Revolucionarios o conservadores, de izquierda, centro o derecha, todos plantean un proyecto político para realizar los fines que asignan al Estado; ninguna reivindica la corrupción, ni la impunidad. Por consiguiente, la corrupción no es atributo de ningún bando político. Me atrevería a afirmar que las ideologías políticas, todas, son contrarias a la corrupción y la impunidad.

Otra cosa diferente es que una propuesta programática inspirada en una ideología política, cualquiera que ella fuera, pueda producir efectos contrarios al bien común y que se disfrace como virtuoso, regularmente por intermediación de los valores que se sustentan, algo que resulta siendo contrario al bien común o a la democracia, ya que no debe olvidarse que las ideologías políticas responden, en última instancia, a intereses de clase o de sectores. Pero eso no es corrupción.

Como una derivación de la influencia neoliberal que satanizó lo público y deificó lo privado, es decir que condenó al Estado y ensalzó al mercado (“el Estado es el problema”), se llegó a estereotipar la política como algo perverso, conclusión a la cual, sin duda, contribuyó inmensamente la práctica de los políticos. Por eso muchos identifican la política con la corrupción. Pero teórica y normativamente es todo lo contrario, la política debería ser la máxima expresión de la ética.

Hago toda esta excesiva introducción para referirme al recientemente constituido Frente Ciudadano contra la Corrupción, donde confluimos personas, no organizaciones, en una coincidente lucha contra la corrupción. Esta loable inspiración no implica caer en la ingenuidad de ignorar que pueden subyacer en su convocatoria decisiones de actores estratégicos que no son explícitas. Por ejemplo, había que superar las veleidades de algunos sectores empresariales, súper élites, que recién hace algunos meses, en el ENADE 2017, equivocadamente habían dado arras de compromiso amoroso con el Ejecutivo.

Este Frente es un paso adelante en la lucha contra la corrupción y la impunidad. Su respaldo a la CICIG y al MP tiene asidero en los evidentes resultados que dichas instituciones han dado al país, bajo la dirección de don Iván y Doña Thelma. Aunque, sin duda, lo fundamental no son las personas, sino que las instituciones.

El surgimiento del Frente contribuye a aislar a los extremistas del bloque que resiste los avances en la lucha contra la corrupción y la impunidad, por eso algunas reacciones groseramente violentas de quienes están liderando dicho bloque.

Pero no nos confundamos, amar u odiar a dichas instituciones y quienes las dirigen, no es el camino de superación de la crisis política en que nos encontramos. Hace falta una concertación nacional alrededor de una agenda mínima, que sea el contenido programático de ella.

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