Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Alguna gente sostiene que el país está hoy más polarizado que nunca pero la verdad es que a lo largo de nuestra historia hemos vivido en el marco de esa polarización que, cuando no se conocía de izquierdas y derechas, era entre conservadores y liberales o, como decía la gente, entre cachurecos y come curas, pero que sin duda alcanzó su máxima expresión al despuntar la década de los años cincuenta en el siglo pasado cuando surgió la dicotomía que llegó a ser tan sangrienta a partir de 1954, dividiendo a la sociedad entre comunistas y anticomunistas. Con ello varió el nombre y la Guerra Fría exacerbó el conflicto, pero en el fondo eran los mismos resabios de aquella viejísima polarización de nuestros orígenes como Estado.

Creo que cuando las diferencias son entre ideas relacionadas con el sentido de la gestión pública se pueden y deben enfrentar con diálogo y negociación y que en ese plano la intransigencia es perniciosa porque al radicalizar posturas impide la convivencia pacífica en el seno de la sociedad y porque ninguna ideología tiene la verdad absoluta. Obviamente no siempre ha existido esa madurez para hablar y buscar acuerdos y prueba de ello es lo terrible que llegó a ser nuestra guerra iniciada justamente al fragor de la invasión de 1954 y que duró hasta finales del siglo pasado. Entre adversarios ideológicos se ha visto a lo largo y ancho del mundo cómo la tolerancia permite, si no acuerdos, por lo menos el ejercicio de la democracia para que sea la opinión de la mayoría la que impere, pero el punto de partida de la democracia es el respeto a las opiniones de la minoría.

Hoy en día Guatemala no vive un debate ideológico sino sobre el modelo de impunidad que ha hecho imposible que todos seamos iguales ante la ley y que ha sido alentador de la corrupción. Es básicamente un enfrentamiento ético en el que no hay espacio para concertación, salvo que algunos crean que lo que debemos decidir es “cuánta corrupción” es permisible y tolerable, al mismo tiempo que cuánta impunidad debemos rechazar y cuál es la que vale la pena mantener para que ese modelo de corrupción “pactada en procesos de diálogo” pueda funcionar.

Hace pocos días comenté la película Darkest Hour que expone los momentos críticos en los que Churchill tuvo que enfrentar a quienes pretendían dialogar con Hitler luego de su apabullante ofensiva contra el resto de países de la Europa continental. Y es que hay momentos en la vida en los que no se puede negociar ni concertar, sobre todo cuando hacerlo implica renunciar a principios y valores absolutos. No cabe dialogar con farsantes que usan el diálogo para ganar tiempo para colocarse en posiciones de ventaja, como demostró Hitler cuando negoció la paz con los rusos mientras dominaba el Oeste de Europa, para luego dirigir su maquinaria de guerra contra la Unión Soviética.

Lo mismo pasa ahora cuando piden diálogo para que les dé tiempo de cimentar la Dictadura de la Corrupción que les ha sido tan rentable. ¿Será que se deben proponer los términos y ver cuánta corrupción quieren ellos preservar y cuánta estaría dispuesta a aceptar la gente honesta, todo en aras del glorioso diálogo?

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