Oscar Clemente Marroquín
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Poca gente sabe que el padre Óscar Arnulfo Romero se desempeñó durante un tiempo como el cura de la iglesia en una de las fincas de la familia Cristiani, y que era considerado un conservador en su país, razón por la que posiblemente fue nombrado Arzobispo de San Salvador. El mundo lo conoció por su frontal y declarada posición a favor del respeto a los derechos humanos y en contra de los terribles crímenes de la guerra sucia en su país, actitud que si bien le valió el reconocimiento de muchísima gente de buena voluntad en las filas del catolicismo, también le costó desprecios y hasta la vida cuando un francotirador lo ejecutó mientras oficiaba la Santa Misa.

Personalmente siempre me molestó la forma fría en que el Vaticano reaccionó ante ese asesinato, aunque lo entendí en el contexto de los acuerdos que el Papa Juan Pablo II había hecho con el general norteamericano Vernon Walters, católico que vino varias veces a Guatemala en tiempos de Lucas y quien fue el encargado por Reagan para diseñar una estrategia geopolítica con el Pontífice que se centraba esencialmente en Polonia y esa América Latina en la que, a punta de tanta pobreza y marginación, cobró vida la Teología de la Liberación.

Se ha publicado mucho sobre el primer encuentro entre ambos Santos y aunque las versiones difieren respecto al nivel de desprecio que mostró el Pontífice, hasta sus defensores reconocen que cuando Romero se presentó en una Audiencia General el Papa le dijo “cuidado con los comunistas”, frase que volvió a repetir luego de que el salvadoreño le hizo ver que hablaba como polaco sin entender la represión, la marginación y la pobreza de El Salvador. Otras versiones son mucho más severas porque enfatizan en gestos papales que humillaron a Romero.

El caso es que el acuerdo entre Juan Pablo II y Vernon Walters establecía apoyo para derrocar al régimen polaco a cambio de que el Vaticano repudiara la Teología de Liberación y condenara a quienes la practicaban. Romero no era, por ese origen que señalé al principio, uno de los Teólogos de la Liberación sino un Arzobispo a quien le tocó ser testigo de la brutalidad con que era tratado un pueblo que reclamaba derechos que le eran negados por una clase dominante indolente ante la pobreza y las necesidades de tanta gente, y que no dudó en aliarse a las fuerzas armadas para reprimir cualquier brote de descontento.

Pero en estos países quien habla de justicia social es comunista, lo mismo que quien reclama respeto a los derechos humanos, y ese discurso fue el que llegó a oídos del Papa Juan Pablo II, además que dentro de la estrategia de Washington había que aplastar el movimiento salvadoreño. Y Monseñor Romero, el Santo, estaba conmovido por la situación de los pobres y por la brutalidad de la represión que se ejercía en contra de cualquier movimiento reivindicador de los reclamos sociales y contra los sacerdotes que defendían y hablaban por ese pueblo.

Por todo ello, en el contexto de nuestros países, la figura de Romero fue tan vilipendiada como en el Vaticano, pero finalmente ayer el Papa Francisco le hizo justicia, seguramente porque entiende el drama de ser cura en medio de tanta marginación y barbarie.

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