Eduardo Blandón

En teoría, me parece, son pocos los que no quieren a su país.  Si hiciéramos una encuesta, creo que el porcentaje superior lo reflejarían los patriotas que ni por asomo dudarían del cariño a su tierra.  Entonces, el problema quizá no sea amar o no amar a Guatemala, como recientemente el alcalde capitalino nos quiso hacer creer.

Lo suyo es semimaquiavélico.  Pretende crear la disyuntiva entre Guatemala y la CICIG: o amas Guatemala o amas a la CICIG, ambas son irreconciliables. Lo hace malévolamente porque desea poner a la ciudadanía de su parte.  Lo realiza por interés, por daño a su delicada dermis, herida por el altanero responsable de la CICIG (así lo debe considerar en su fuero interno).

No comprende el líder soberbio que no se trata de un conflicto de nacionalismos ni patriotismos, sino de justicia.  Que lo que debe privar es el interés nacional por encima de los negocios potenciales realizados al margen de la ley.  Olvida maliciosamente que no se trata de intervencionismos ni de modelos trasplantados para perseguir a la oligarquía o a los políticos, sino de una estructura que arranque de raíz las prácticas viciosas de empleados públicos que han medrado en virtud de un sistema hecho a su medida.

El señorito se ofende por la costumbre autocrática de proceder.  Su ego se resiente porque no es habitual en su vida cotidiana la contrariedad.  En su vida, se puede imaginar, son escasos los que se hayan atrevido a negarle algo. Lo suyo no es la discusión, la democracia ni la participación que busque soluciones por diálogo ni consensos.  Él es un líder de esos muy nuestros: machitos altaneros capaces de ofrecer golpes y conspirar en medio de la oscuridad.

Y si su conducta ya era reprochable en los años de juventud, ahora hay que añadir que es peligrosa.  El pendenciero ha crecido en años, mañas y susceptibilidad.  Más aún cuando se siente acorralado y siente miedo.  Cuando sabe que al atardecer de su vida tiene poco que perder.  Al juzgar a sus adversarios como envidiosos, miembros de una izquierda irredenta y dañina, sobre todo, malos guatemaltecos aliados con potencias extranjeras empeñados en hacer mal a su Guatemala.

El político de la camiseta debería demostrarnos su amor al país no obstruyendo la justicia ni amenazando a la prensa.  Debería dejarnos boquiabiertos al usar un lenguaje más adecuado a su dignidad no sólo de político avezado, sino según la nobleza de sus orígenes y educación principesca que debió haber recibido.  Podría hasta sorprendernos colaborando en la investigación para conocer la honestidad con la que asegura ha conducido su larga y azarosa vida de líder guatemalteco.  Eso sería maravilloso, pero como ya lo sabemos, es imposible.

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