Víctor Ferrigno F.

Al conmemorar el 38 aniversario de la Masacre de la Embajada de España, sin duda podemos afirmar que hemos vencido al terror contrainsurgente. Pero no lo decimos con triunfalismo ni soberbia, pues ha sido una lucha larga y dura, en la que los hombres y mujeres sobrevivientes empeñamos la vida que logramos preservar. En esta gesta, hicimos realidad la máxima bolivariana que “el arte de vencer se aprende en la derrota”.

La masacre de nuestros compañeros y el personal de la Embajada, como se demostró en el juicio, tuvieron como propósito aterrorizar a la población, quemando vivos a quienes pacíficamente tomaron la legación diplomática, para frenar el genocidio en el norte de El Quiché.

Fue el corolario de meses de denuncias y acciones políticas bajo la consigna “Ejército asesino fuera del Quiché”. Ese grito desgarrador lo pintamos en paredes y lo grabamos en la conciencia de la ciudadanía que no fue cómplice del genocidio, como lo son ahora los militares “matamarrados” y los politicastros cobardes que les sirven, a cambio de altos puestos y espurias monedas.

La matanza nos golpeó brutalmente, pero no nos desmovilizó, pues dos días más tarde, el 2 de febrero de 1980, más de treinta mil ciudadanos rompimos el cerco militar y policial y le dimos a los mártires la más digna sepultura.

En el sepelio, los estudiantes Jesús España, Gustavo Hernández y yo fuimos ametrallados por Pedro García Arredondo, Jesús Valiente Téllez y sus esbirros. Los dos compañeros murieron, pero yo sobreviví para reivindicar su ejemplo y contribuir a la condena de 90 años al Jefe del Comando Seis, en 2015, logrando que se hiciera justicia, aunque fuera 35 años después.

Meses más tarde de la masacre, en plena dictadura luquista, los trabajadores del campo pararon la zafra y el corte de café y, en una gesta sin precedentes, lograron que el salario mínimo se incrementara 320%. El enfrentamiento fue con los finqueros, sus bandas de sicarios y el ejército que, totalmente rebasado, no pudo frenar una lucha que involucró a más de 300 mil obreros agrícolas.

La matanza siguió contra los universitarios, los sindicalistas, los pobladores, los religiosos, los socialdemócratas y, con especial sevicia, contra los Pueblos indígenas. Sin embargo, la lucha continuó desde la clandestinidad, desde el exilio o desde los Comités de Población en Resistencia. Fue ese clamor ciudadano por la paz el que posibilitó el cese al fuego y la negociación.

Después vino la paz y se impuso la dictadura del gran capital, que utilizó todos sus medios de comunicación para dar una batalla por la verdad histórica. Durante décadas los mártires, los auténticos patriotas, las víctimas de la ignominia castrense y financiera han sido tildados de subversivos y terroristas, hasta que logramos sentar a los victimarios en el banquillo de los acusados y demostrar su culpabilidad.

En juicios televisados, que observaron el debido proceso hasta el último detalle, se demostró que fueron los militares, al servicio de la oligarquía, quienes construyeron un régimen de terror contrainsurgente, que ahora se hace pedazos, gracias a miles de mujeres y hombres que no cedimos en nuestros afanes libertarios, mantuvimos viva la memoria, reclamando verdad y justicia.

La historia nos enseñó que el arte de vencer al terror radica en la consecuencia, en la lucha y en la perseverancia. Lo más duro fue superar los años de oscuridad y silencio, aquella época en que encarnamos el ejemplo de Mahatma Gandhi: “Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razón. Incluso si eres una minoría de uno solo, la verdad sigue siendo la verdad”.

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