Luis Fernández Molina

Estamos en plenas fiestas, pero el día más importante –la Navidad– ya se fue. Acaba de pasar como también, apenas ayer, el primer día de año. Esas festividades tan esperadas ya son parte de nuestra vivencia personal; se desvanecieron, acaso sin darnos cuenta y ahora nos enfocamos al año que empieza. “Todo pasa y todo queda, porque lo nuestro es pasar” (A. Machado) y “Recuerde el alma dormida/avive el seso y contemple/cómo se pasa la vida” (J. Manrique).

Y en ese vendaval que todo se lo lleva se incluyen también muchas actividades, oficios o profesiones. Desde antiguo, los avances técnicos de la humanidad han ido descartando quehaceres, como el arriero del patacho de mulas, los barcos de remos o velas, los escribanos o amanuenses, los estibadores, los mecanógrafos, los maquinistas de tren, las telefonistas, etc. Pero de épocas más recientes, aquellas que todavía pudimos palpar, hemos visto cómo han ido desapareciendo.

Los relojeros se distinguían por la lente que tenían en un ojo; eran necesarios cuando el reloj se descomponía o para dar el servicio regular de la compleja maquinaria de engranajes muy pequeños. Se les acabó la cuerda, salvo los relojeros de joyería y son muy pocos. Los carteros del correo oficial también entregaron sus últimas cartas. Eran antes personajes casi familiares que a veces se les esperaba por su valiosa carga, especialmente alguna carta de un familiar en el extranjero. Era de hecho la vía de comunicación más utilizada; la única acaso. Llevaban al hombro en un maletín de cuero o en bicicleta de dos alforjas. Con ellos se fueron los telegrafistas, diestros en convertir las palabras en impulsos eléctricos.

En mi mente de niño pequeño me costó procesar el anuncio “hospital de calzado”. Eran los tiempos en que los zapatos duraban hasta que se les gastaba la cuarta suela o el tercer tacón; eran zapatos bien hechos que aguantaban muchos usos. Las ventas de sombreros se fueron con los artesanos que fabricaban diferentes modelos. Igual caminaron los barberos, pues vamos a la peluquería, más no a recortarnos la barba.

Los lecheros, personaje infaltable en las chanzas y los chistes, llegaban de madrugada con las botellas de leche fresca. Igual visitaban los carboneros. Las secretarias desaparecieron en cierto sentido; acaso siguen siendo tales pero tiene más reviste, más categoría ser conocidas como “asistentes”. Con ellas se fueron el papel carbón, papel pasante, los correctores líquidos, papel secante por no decir los sistemas digitales “inteligentes”.

En cada actividad se han ido descartando especialidades que son propias de esas artes como los tipógrafos, los dibujantes, los boticarios que con mortero preparaban las medicinas. Con todo, algunos oficios resisten con las uñas el vendaval del tiempo: se oye aún el silbato de los afiladores de cuchillos, las campanas, los heladeros, sastres, entre otros van quedando como resabios del pasado. Otros presentan dura resistencia ante su competencia automatizada como los cajeros de bancos frente al cajero automático o los despachadores de bebidas, o en los mostradores de las líneas aéreas.

Es que la sociedad debe irse adaptando a los cambios del entramado social y a la aplicación de la tecnología. La actual tendencia a vivir, encerrados, en condominios seguros o en edificios, anula por completo a los vendedores ambulantes. La irrupción de tecnología digital obliga a varios sectores a revisar sus proyecciones, tal el caso de los hoteles con Airbnb o de los taxistas con Uber, por no mencionar los vehículos automatizados o las entregas por dron. Es el mundo del futuro el que, a su vez, en su momento será obsoleto. Es el paso del tiempo.

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