René Arturo Villegas Lara

En la enseñanza primaria del área rural no se contaba con muchos libros para estudiar las materias que debían cursarse en el pénsum de estudios. Los profesores debatían con una “enciclopedia”, que vaya a saber usted de dónde la obtenían, y de ella nos dictaban las lecciones de historia, de geografía, de gramática o de ciencias naturales. Quizá por eso, por tanto escribir con canutero, plumas de gallo o de chompipe y tinta hecha con añilina negra, los de antes tenemos buena letra, o por lo menos leíble, pues a fuerza de escribir cinco, diez o quince hojas en el cuaderno, uno agarraba estilo y tenía dónde estudiar. Aún recuerdo a mi profesor de sexto año, don Lico Morales, dictándonos todas las campañas de Julio César y las guerras púnicas y las guerras médicas; o los accidentes geográficos del mundo, con los que nos atosigaba don Tomás Gómez, a la hora de geografía, en el cuarto año de primaria. Existieron algunos textos que llegaron a nuestras manos, aunque muy escasos: La Geografía Universal de don Vicente Rivas; la Historia de América de doña J. P. de Castroconde, que a saber de dónde se consiguió tan elegante apellido. Pero, hoy no quiero recordarme sólo de ese martirio colectivo de copiar largas lecciones, aunque no había de otra, en un pueblo sin luz, sin vías de comunicación, con edificios escolares llenos de copiosas goteras en invierno, de ráfagas de viento en el verano y hartas necesidades que aún persisten en el nivel primario de la educación, y eso que ya estábamos en tiempos de la Revolución y la preocupación principal del Presidente Arévalo era eso: la educación. Pero la herencia de siglo pesaba tanto, que era imposible una cobertura total en tan poco tiempo. Ahora recuerdo los libros en los que aprendimos a leer y cómo se nos gravaron para siempre los títulos y nombres de algunos personajes que llenaban sus páginas y que se volvieron parte de la memoria, experiencia que creo que se vivió en todo el territorio nacional. ¿Recuerda usted el libro Barbuchín? Lo escribió el maestro Daniel Armas y en la portada aparecía el enanito Barbuchín, de pie, sonriente, bajo su gigantesco hongo de sapo que le servía de vivienda, con larga barba y agarrándose del frágil tronco que sostenía la casa que la naturaleza le brindaba. Junto a Barbuchín, le acompañaban otros personajes que todavía recuerdo: “Tragaleguas”, un hombre alto, alto, alto que por su tamaño le venía del norte cualquier derecho a la intimidad que en los pueblos se protege con tapiales de adobe; y Micifús, el gato perseguidor de ratones que seguramente sirvió más tarde para que Disney inventara a un tal Jerry, el “cucador” del gato Tom, que siempre me hace sonreír con infantiles carcajadas; y Tifón, el fuerte e invencible que todo lo resolvía con su descomunal musculatura; y Pinocho, que hacía contorsiones con sus gonces de pita y que le crecía la nariz cada vez que hablaba, porque siempre decía muchas mentiras, como cualquier político de “profesión”. Y, ¿Tragaldabas? De este personaje no me recuerdo si formaba parte de los personajes creo don Daniel Armas; o talvez sí o talvez era de otra lectura. También había un libro del doctor Gerardo Gordillo Barrios, que distribuyó el Ministerio de Educación y que con una serie de dibujos con color nos informaba de los orígenes de nuestra cultura ancestral; o el del doctor Arévalo, en el que, si mal no recuerdo, estaban descritos los mangos de Taxisco y una letanía que decía, más o menos: “Sol que calienta piedra, piedra que calienta el sol, piedra que mi pie quemó…”. Y con esos cuadernos, con esos libros de historia y de literatura infantil, aprendimos a leer. De repente algún profesor venía a gestionar algo a la capital y llevaba dos revistas argentinas que recuerdo con entusiasmo: Biliken y Patoruzito. La primera la creó un escritor de literatura infantil, don Constancio C. Vigil, que incluso se utilizó su nombre en Guatemala para denominar a un Colegio de la capital y creo que aún existe uno en la Antigua Guatemala, con similar nombre. Patoruzito, traía diversas historietas y alimentaba nuestra imaginación sobre lo que era la Patagonia. Ya en los últimos años de la primaria, vinieron los “chistes” del Pato Donald, de la Pequeña Lulú y Toby y las fantasías de Superman, de Mandrake, del Capitán Márvel, del Fantasma, de Dick Tracy y otras publicaciones que ya no causaban la misma ternura de las historias de Barbuchín, salvo Mafalda. Creo que el libro Barbuchín se sigue utilizando en las escuelas del nivel primario. En él aprendí yo a leer.

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