Luis Enrique Pérez

El 17 de diciembre del año 1770, en Bonn, ciudad de Alemania, fue bautizado el colosal artista de la música Ludwig van Beethoven. En esa ciudad era una tradición bautizar a los recién nacidos un día después del día de nacimiento. Es probable, entonces, que Beethoven haya nacido el 16 de diciembre, hace 247 años.

Beethoven creó nueve sinfonías, de las cuales el musicólogo George Grove afirmó que eran “los más grandes monumentos de la música.” La última sinfonía, la novena, opus 125, en la tonalidad de re menor, es una de las más grandes obras que, como maravillosas flores cósmicas, surgieron del genio sobrehumano de Beethoven. El nombre original de esta obra es “Sinfonía con coros finales sobre la Oda a la Alegría, de Schiller”.

La obra tiene cuatro grandes partes, o movimientos, cuyos nombres son “Allegro ma non troppo un poco maestoso”; “Molto vivace-presto”; “Adagio molto e cantabile-andante moderato”; y “Presto-allegro assai”, que termina con una sección vocal, cuya letra es suministrada por la Oda a la Alegría, de Schiller. La intención de crear una sinfonía con coros sobre esa oda había surgido ya en el año de 1793, cuando Beethoven tenía 23 años de edad. La sección vocal comienza con estas palabras del mismo Beethoven: “¡Oh amigos, no más esos sonidos! Cantemos sonidos más agradables y llenos de alegría. ¡Alegría! ¡Alegría!”.

La novena sinfonía fue dedicada originalmente al rey Federico Guillermo III, y después dedicada a la Sociedad Filarmónica de Londres. Fue escuchada por primera vez en Viena, el 7 de mayo del año 1824. La partitura fue publicada por primera vez en el año 1826. La empresa editora, del señor Bernhard Schott, le asignó el número 2,322.

Esta sinfonía es una de las obras más grandes de la humanidad. Es una manifestación de las más impresionantes potencias creadoras del espíritu humano. Ante ella el Universo palidece, con obligada humildad. La obra me sugiere pensamientos que he osado expresar en los términos siguientes. Advierto que son pensamientos exclusivamente personales, inevitablemente íntimos, que han surgido de mi más pura y extasiada subjetividad.

El primer movimiento es el surgir de la consciencia en el Universo. Luego de ese surgir deviene la lucha por subsistir en un mundo adverso. Las primeras fuerzas humanas combaten contra las fuerzas brutas de la naturaleza. La consciencia resulta victoriosa; pero ella es todavía un impulso primitivo entre tinieblas del ser. Es el incipiente espíritu humano que nebulosamente atisba el mundo. Finalmente la consciencia, transformada por un misterioso poder divino, adquiere la vencedora energía de la luminosa autoconsciencia.

El segundo movimiento es, en la nueva vida de la consciencia, el conflicto entre los mismos seres humanos, que sustituye al viejo combate con la naturaleza. La guerra parece ser el destino final. Los extáticos momentos de paz, expresados en el trío de este movimiento, tan deliciosos como efímeros, solo brindan un consuelo.

El tercer movimiento es el ser humano que, extenuado por su propio conflicto, se refugia en las más profundas interioridades de la consciencia y emprende vastas meditaciones. La desesperanza, la melancolía y el temor lo abruman. No hay alguna certidumbre sobre algún gratificante destino final. La historia de la humanidad parece haber perdido sentido. El ser humano se siente solitario y perdido en un indolente Universo. Su vida es tragedia. Una absurda resignación parece imponerse sobre él.

En el cuarto movimiento, el ser humano se rebela contra la tragedia y la resignación. El belígero conflicto entre los mismos seres humanos ha de terminar, y ser sustituido por la hermandad que brota de la alegría, “bella chispa divina”. Surge entonces una paradisíaca comunidad fraterna. Y se celebra la fiesta más grandiosa de la que haya sido testigo el Universo. Es la fiesta de los hombres alegres, de los hombres libres; de los hombres saludados por Dios; de los hombres convertidos en amigos de Dios, que mora “sobre las estrellas”.

Post scriptum. He escuchado la novena sinfonía de Beethoven desde que era un adolescente. Y seguiré escuchándola, hasta que la muerte me prohíba escucharla. Empero, no me podrá prohibir que, en una nueva e insospechada residencia del espíritu inmortal, vuelva a escucharla.

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