Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

El respeto a la institucionalidad se ha puesto de moda porque se convirtió en el pretexto ideal para atajar cualquier esfuerzo por cambiar nuestro modelo político y, con o sin entendimiento de lo que significa, se esgrime como panacea. Hace unos tres años, Paco Reyes escribió aquí en La Hora sobre el significado de la institucionalidad y dijo “La institucionalidad es el atributo básico de un Estado de Derecho, lo que implica que los procesos son guiados por la conducta ciudadana; por tanto, conllevan transparencia, predecibilidad y generalidad, lo cual facilita la interacción humana y permite la prevención y solución efectiva, pacífica y eficiente de los conflictos. En lo jurídico conlleva que el conjunto de normas que interactúan entre sí están interconectadas a base de principios generales. En lo político implica que la sociedad se regula por estructuras y órganos de gobierno y de Estado”, definición que me parece adecuada para entender qué es lo que debemos defender y preservar o qué es lo que tenemos que rescatar.

Yo sostengo que nuestra institucionalidad fue secuestrada por los poderes ocultos del país mediante la cooptación del Estado y que lejos de ser un instrumento de nuestro Estado de Derecho es ahora la trinchera de la corrupción porque todos esos procesos son guiados por el trinquete y el negocio, eliminando la transparencia, certeza y generalidad, imposibilitando la interacción humana y haciendo imposible la prevención y solución de conflictos porque las normas se aplican con base en intereses espurios de momento y las estructuras y órganos del Estado perdieron su legitimidad por la forma en que fueron electos los funcionarios.

La perversión empezó casi al mismo tiempo de nuestra llamada apertura democrática porque desde 1985 el financiamiento electoral fue la clave determinante en los resultados. Inicialmente el gran poder era únicamente el de la televisión abierta que marcó la pauta sobre la importancia de los financiamientos y los resultados que se podían obtener luego de haber hecho la apuesta correcta. Poco a poco se fueron sumando otros para ser parte del juego y finalmente se llegó al punto en el que no puede hablarse de un mandato del pueblo porque los electos únicamente sienten deberes y obligaciones para con los que les dieron dinero para las campañas.

Defender y preservar esa institucionalidad que corrompió todas las instituciones y poderes del Estado es el juego ideal de quienes hicieron el daño y quieren seguir con el mismo juego y negocio.

Pero Guatemala y los guatemaltecos necesitamos rescatar la verdadera institucionalidad, esa que permite la pacífica convivencia sobre la base del Estado de Derecho funcionando en busca del bien común y no de los intereses de grupos que se alzan con todos los recursos que debieran servir para promover desarrollo. La institucionalidad actual es producto del secuestro que del sistema hicieron en contubernio los políticos y los poderes ocultos que no sólo influyen sino deciden el futuro del país.

Yo he sido toda mi vida respetuoso de la institucionalidad, pero no puedo llamar así a lo que estamos viviendo porque es una burda y profunda perversión que, finalmente, se erige en parapeto de la corrupción.

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