Eduardo Blandón

Hubo en mis años de vida piadosa, los tuve aunque algunos no lo crean, una oración constante en la que pedía a Dios el don de no dejar morir a mis padres sin que se sintieran orgullosos de las empresas personales alcanzadas.  Lo pedía con fe, a diario y esperanzado en que se realizara tal milagro.

Mientras cerraba los ojos y cruzaba las manos, vivía el terror que suscita la imaginación.  “No los dejes ir, imploraba, hasta que puedan verme realizado, feliz y contento, entregado a una profesión de esas en la que puedan sentirse venturosos”.  Y no sé si fue porque lo pedí demasiado o con poca fe, la Providencia nunca estuvo de mi lado.

Si bien es cierto mi padre falleció recientemente, 2016 para ser exacto, y mi madre vive aún, creo que el milagro solo se cumplió a medias.  Primero, porque mi madre habría querido un hijo de esos entregados a la audacia de la evangelización en países exóticos o lejanos.  Por alguna razón creía que yo era un bendito del cielo y que no podía sino seguir eso que llaman los curas “las mociones del espíritu”.

Por ello me sentí sin fuerzas para comunicarle el abandono del redil.  “Díselo tú, le dije a mi hermana”, abatido, temeroso e infeliz.  Sabía que, si el buen Dios había puesto de su parte, yo había cometido la más grande infamia de mi vida y con ello arrebatarle el sueño de sueños a mi progenitora.  A partir de entonces, acabé particularmente reducido más allá del estado laical para mi sensitiva madre.

Sabía que con mi padre sería distinto.  Él era menos religioso, pero sobre todo pragmático.  “Nunca tuve una particular ilusión contigo en ese estado de vida”, me dijo.  Luego, sin embargo, aunque me apoyó en esos momentos de confusión existencial y no manifestó inconformidad con la decisión de su impenitente, jamás supo ubicarme profesionalmente.  Cuando nos presentaba a mis hermanos y a mí, decía:  Él es JL, ingeniero agrónomo; ella, G, ingeniera industrial; y Eduardo… “¿tú qué eres, hijo?”.

Ahora sé que el dueño del universo con toda su infinita bondad no siempre cumple lo que pedimos.  Y me doy cuenta a la vez que quizá la oración debe ser más modesta: pedir, por ejemplo, por la larga vida de los padres y, si hemos de ser atrevidos, por la vida más allá de la muerte.  Lo demás probablemente sean pamplinas, cosas de muchachos sumidos en ambientes de ebullición conventual.

 

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