René Arturo Villegas Lara
Ahora que ha llegado el mes de octubre, “cuando la luna es más hermosa”, me recuerdo que don Julio Galicia tenía su tienda en la esquina nororiente del Parque Barrios, casi enfrente del edificio de la intendencia municipal y allí compraba uno sus helados de leche que los patojos los conocíamos con el nombre de “raquetas”. Don Julio, que le “inteligía” a eso de los vericuetos legales, era el único que recibía los grandes periódicos de antes (Diario de Centro América, La Hora o El Imparcial), tamaño tabloide según decían, que eran de tal tamaño que hasta servían de chamarra a los indigentes del andén del Ferrocarril Central, de lo grandotas que eran las páginas. Recuerdo que el licenciado José García Bauer, que nos daba la clase de Derecho Español en la Facultad, repartía los temas del examen final de octubre y se sentaba a leer El Imparcial, tapándose todo su medio cuerpo, del ombligo para arriba porque lo de abajo lo cubría el escritorio. Uno creía que todo estaba fuera de su control, pero, el astuto profesor le tenía abiertos unos dos pequeños hoyitos, casi imperceptibles, y cabal que “cachaba” al que tuviera el texto abierto, recurso didáctico que los estudiantes desventajados inventaron hace tiempo, o si alguien estuviera copiándole al condiscípulo de al lado. Esos periódicos grandotes llegaban a Chiquimulilla muy de cuando en vez, si se hacía el milagro de que la camioneta del correo llegara cada cuatro días. Don Julio iba juntando los periódicos hasta que se llenaba la estantería de papeles y entonces los sacaba a la banqueta en rimeros de veinte, para que la gente se los fuera llevando y los utilizara para ir afuera. El día que llegó la brigada de sanidad a sacar lombrices de ancianos, adultos y patojos ya bien destetados, el inspector de salubridad le previno a don Julio para que ya no regalara esos periódicos, pues el doctor diagnosticó que muchas personas padecían de una fuerte rasquiña en tamañas partes, debido al plomo que despedían los periódicos. Cuando la sanidad constató que las tripas estaban limpias de cuanto bicho nos tragábamos en el agua potable, se largó para otros pueblos a hacer mucho de lo mismo y, entonces, don Julio volvió a sacar los periódicos a la banqueta, solo que, como ya había llegado el mes de octubre, ya casi llegando el Día de Finados, quien se los llevaba era Félix, el fabricante de barriletes especiales hechos de papel periódico.
Félix tenía mucho ingenio, pero nada de fichas. En artes industriales siempre le ponían un 100, así que no podía comprar papel de china donde los chinos, ni goma para pegar las orillas y escasamente conseguía hilo 10. Así que se dedicó a hacer barriles de papel periódico, a rescoldar jocotes amarillos para rematar los ribetes con esa goma y para la cola le servía cualquier camisa o pantalón que ya estuviera llegando a estado de harapos. Y le salían vistosos y originales los barriletes, aunque un poco pasados del peso normal; pero, los fuertes vientos de noviembre que aventaba el mar, se juntaban con los que aventaba el volcán del Tecuamburro, y entonces se armaba un remolino que hacía que los barriletes especiales de Félix volaran majestuosos como el mejor barrilete de papel de china con colas de brillante satín, adornados con esmeraldas hechizas y piedrecitas de colores que se recogían en las arenas del río. El Día de los Santos y de Finados abría su puesto de venta en el cementerio para vender sus barriletes con la ayuda que le prestábamos sus compañeros de escuela y los letrados del pueblo se paraban a leer alguna noticia recortada por la tijera, pues nunca en su vida podrían recibir algún periódico.
Un día le pregunté por qué los hacía con papel periódico, aun sabiendo de su pobreza, y la respuesta lógica y sabia no se dejó esperar:
-Es que fíjate vos que los que ya se fueron al cielo, quieren estar informados de todos los problemas endémicos de este país, los que estarán allí a saber por cuantos años, pues las mañas son las mismas, sólo que con diferentes comediantes, y la gente, dicen que equivocada, sigue en la misma de siempre. Así que, esas almas quieren saber qué dice don Clemente sobre estos “hediondos males”, que trae de nuevo la página literaria de El Imparcial, con las bellas prosas de César Brañas y de repente, alguna anécdota de por allí por la Parroquia contada por don José Humberto Hernández Cobos, digo yo, si tienen suerte las lectoras del inframundo que estos preclaros varones escriban en los periodicotes que me sirven de papel de barrilete y mandarlos al cielo limpio y frío de los meses últimos del año.
Semejante respuesta aún me conmueve y me da en qué pensar.