René Leiva

Se convirtió en casi una estampa folclórica, durante muchos años, aquel grito del bolo, en plena calle, envalentonado por la desinhibición que otorga el guaro. Vociferación aislada y solitaria, pequeño sismo volátil para fracturar el silencio, señal fragosa de rebeldía inclaudicable; un reto lírico a la dictadura militar o paramilitar de turno, exclamación de combate con las armas del espíritu y de la memoria histórica por una década abolida a fuerza de traición, codicia y privilegios seculares. Y también ese mismo grito pintado en la pared apática con letra furtiva porque nada ofendía ni provocaba más al podrido corazón del sistema fraudulento; un grafiti subversivo condensado en dos palabras para mantener vivo el azul octubrino. Vivir para avivar al muy humano héroe de la dignidad humana, en medio de una larga agonía, sin fin, que entrado el siglo XXI no termina.

Vitorear a Juan José Arévalo Bermejo, considerado con el paso del tiempo el mejor presidente que ha tenido Guatemala, nunca igualado e imposible de superar, era mantener candente la llama de la Revolución de Octubre de 1944, truncada durante el gobierno constitucional y progresista de Jacobo Árbenz, pero a la vez pretendía un desafío pacífico hacia los partidarios de la dictadura de Jorge Ubico, todavía vigentes, por increíble que parezca. ¡Viva Arévalo! Significaba mueran los fraudes electorales, mueran los gobiernos seudodemocráticos, muera el intervencionismo, el neocolonialismo y el entreguismo de nuestros recursos. Porque Arévalo, incluso en mayor medida que Árbenz, para la imaginativa popular, personificaba la dignidad nacional, el patriotismo constructivo, los postulados y prácticas concretas de la más genuina democracia, la justicia social, el respeto a los derechos humanos.

Nunca faltaron los que, en tiempos de Castillo Armas, Ydígoras Fuentes, Peralta Azurdia o Méndez Montenegro, fueron encarcelados o amenazados de muerte por proferir el apocado y solitario grito que hacía temblar y enfurecer a quienes detentaban el poder y creían que una simple exclamación, con poco eco, podría hacer que resucitase la odiada revolución.

Las pintas y los gritos revolucionarios pasaron hace mucho. Mezcla de nostalgia y esperanza. En todo caso, otra buena lección de la memoria colectiva. Viva Arévalo o viva todo un pueblo en crónica agonía.

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Una astilla del chirivisco. ¿Alguien recuerda, todavía, cuando vino al país un miembro de la realeza española, y con carácter de presidente de la República de Guatemala, “soberana e independiente” (sic), “Mono de Oro”, “Ladilla de León”, “Mosco de Piña”, se le puso de culumbrón al referido personaje, de la manera más vil y servil, en calidad de un degenerado clon del invasor Pedro de Alvarado, un “Adelantado” con cinco siglos de atraso mental? En lo moral, ético, social, político, cívico, histórico, “humano”… Arzubico no está a la altura de un árbol caído. Es, apenas, un chirivisco.

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