Luis Fernández Molina

El deporte es salud, es ejercicio, es sana competencia; también es una de las entretenciones más extendidas con gran cuota en la televisión y los medios escritos; en ese contexto es un descomunal negocio para muchos: jugadores, dueños, representantes, publicistas, etc. Pero hay algo más, el deporte es una herramienta de conducción social y no solo como distractor (“opio” del pueblo). Desde hace muchos años los dirigentes políticos han conocido este valor agregado del deporte. Recordemos a Hitler, en las olimpiadas de Berlín de 1936; el plan nazi era aprovechar dichos juegos mundiales como un escaparate de la superioridad de la raza aria. Grande fue el disgusto del dictador cuando un corredor negro, Jesse Owens, superó a los super atletas germanos; se salió abruptamente del estadio. Años después la Unión Soviética sorprendía, cada cuatro años, con el número elevado de medallas con que premiaban a sus atletas en la justa olímpica. No se quedaba atrás la, entonces, República Federal de Alemania y tampoco nuestra cercana Cuba. En efecto esos tres países dominaban el medallero y Estados Unidos no tenía el dominio que hoy tiene.

Es claro que esos países totalitarios seguían el mismo guion en el sentido de proclamar al mundo las grandezas del socialismo sobre el capitalismo. Como no duraron mucho esos experimentos populistas los logros olímpicos igualmente cayeron a segundo plano. En otro contexto, ni Hitler, ni Mussolini ni Franco mostraron interés alguno por el futbol, pero este último, muy perspicaz, aprovechó el fanatismo por el equipo capitalino, Real Madrid, para hacerlo un estandarte de la superioridad del sistema franquista, por dentro, y de la nueva España por fuera. La rivalidad con el Barcelona ya existía, pero Franco la acrecentó por varias razones. Quería, el Caudillo, demostrar la prevalencia de un gobierno centralizado en Madrid y al mismo tiempo enviar un mensaje a Cataluña que se consideraba una provincia doblemente rebelde: por tener su propio nacionalismo y por su definido republicanismo. Al promover buenos financiamientos y con ello las mejores contrataciones para el equipo, apostaba por puestos honoríficos en las competencias europeas y lo logró con creces. Cinco copas seguidas en los años 60 ponían en alto el nombre del Real Madrid, por ende el de España y, claro está, el de El Generalísimo. Hasta aquí, todo bien, salvo que la rivalidad entre el Madrid y el Barca se salió de cauce y de alguna forma ha contribuido con esa lamentable amenaza de escisión que en estos días se está dando.

Lo repito aquí: no le conviene ni a Cataluña ni al resto de España que se produzca la separación de la primera. Tendría efectos muy negativos y creo que los catalanes actúan por un nacionalismo algo exacerbado. Pero las primeras fisuras que surgieron no fueron atendidas oportunamente y se han convertido hoy en grandes grietas y la rivalidad Barca-Madrid ha puesto su cuota. Alguien dirá que es “solo futbol”. Cierto, pero un deporte que se lleva en la sangre a niveles de fanatismo que no reconoce los límites. Los estrategas nacionales debieron haberlo previsto y crear un sistema más competitivo y participativo. Si en el extranjero, Guatemala por ejemplo, el fanatismo sube a niveles alienantes, imagínense en la Península.

Espero que pasada esta efervescencia separatista se reenfoque La Liga en un contexto de integración nacional, donde todos los equipos tengan buenas oportunidades; no meros comparsas de “los líderes”. Adoptar mecanismos de competencia como topes salariales y prioridades de contratación para los últimos equipos como las ligas estadounidenses (la NFL), que promueven la integración nacional.

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