Juan Jacobo Muñoz Lemus

Nadie en aquella comunidad podía haber imaginado a donde iban a ir a dar las cosas de la crianza. Todos los habitantes pertenecían a algún ambiente donde presuntamente eran atendidos y educados, pero la evidencia alcanzó a decir cosas bastante distintas.

La gente era educada sin mucho conocimiento y hasta sin ganas. Además, eran bastantes los hijos accidentales que arrojados al patio como si fueran pollos, iban nada más viendo que lograban pescar. Las perspectivas del futuro en tales condiciones eran bastante siniestras y de ahí que la gente se aviniera a gratificaciones inmediatas y se acostumbrara a consecuencias negativas, y en consecuencia, se allanara a lo que le iba tocando.

La marginalidad social, las castas y la indiferencia institucional, favorecieron que las personas no lograran desarrollar una buena capacidad para relacionarse con sus semejantes; mucho menos pudo generarse la capacidad de amar, que viene a ser la consecuencia de una buena identidad que no puede ser si no hay un buen desarrollo. Cosa muy seria a la larga, socialmente hablando, si tomamos en cuenta que reconocer a otro es una forma de cuidarlo y de eso se trata vivir en sociedad.

Mecanismos para deformarse, sí que los hubo. La gente, en condiciones inhóspitas, tuvo la opción de congelarse y hacerse dura para no sentir algo por los demás. Hubo otros que solo seleccionaron entre sus cercanos a algunos a quienes tener alguna consideración y en cambio a los demás tratarlos como si fueran cosas. Igualmente otros, pudieron argumentar de manera hostil, que al no poder encajar en la sociedad por sentirse rechazados, se sentían autorizados para ser violentos.

No era difícil anticipar que de semejante fórmula, surgieran muchos depredadores impulsivos y sin mucha preocupación por las consecuencias de largo plazo. La violencia se presentó como un recurso para conseguir muchos fines.

Los enmarañados complejos de cada uno, se convirtieron muy pronto en patrones de respuesta automática, obviamente de mucha carga emocional, que se fueron entretejiendo a lo largo de la vida. Muchas personas se sintieron justificadas para no acatar reglas, en base a evidencias irrefutables de malos tratos; sintiéndose formalmente discriminadas y decidiendo que las reglas, a ellos no les aplicaban.

No es que estos escenarios de estafa percibida hubieran calado igual de hondo en todas las personas. Hubo muchos que sobrellevaron de manera diferente la contrariedad y hasta la ignominia. Pero la circunstancia, como un factor de riesgo, pudo con solo existir, despertar anhelos de desquite y de dominación que alcanzaron para estimular a muchos que se convirtieron en delincuentes; pero también a padres de familia, empleadores, profesores y hasta mandatarios.

Y así, como no haciéndose notar, se fue legitimando la violencia, y se naturalizó de tal manera que se fue convirtiendo incluso, en una forma de ascender en las estructuras sociales, ricamente alimentadas por la fascinación por la temeridad, el atrevimiento desleal, la carencia de límites éticos y la ausencia de empatía.

En el fondo, todos se sentían justificados ante una sociedad que por haberlos estafado, no se los merecía ni merecía ser bien tratada.

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