Luis Enrique Pérez
Hay tres persistentes argumentos de quienes se oponen a la pena de muerte. Expondremos esos argumentos, y los refutaremos. Por supuesto, hay otros argumentos de quienes se oponen a la pena de muerte, que también reclaman refutación.
Arguméntase que la pena de muerte no elimina las causas que predisponen a cometer gravísimos delitos, como el asesinato o el secuestro; y por consiguiente, tal pena es insuficiente para evitar que se cometan esos delitos. Empero, la pena de muerte no se impone para eliminar causas que predisponen a cometer delitos gravísimos. Por ejemplo, si suponemos que la pobreza, la ignorancia y la familia inmoral son causas que predisponen a cometer delitos gravísimos, la pena de muerte no se impone para eliminar la pobreza, la ignorancia o la inmoralidad familiar.
Si la pena de muerte es insuficiente porque no elimina las causas que predisponen a cometer delitos gravísimos, entonces cualquier pena, por cualquier delito, sería insuficiente, porque ninguna elimina las causas que predisponen a cometer el delito que la pena castiga. Por ejemplo, la pena de prisión por cometer el delito de robo no elimina las causas que predisponen al robo, y entonces tal pena sería insuficiente. Empero, no hay tal insuficiencia de la pena de muerte, o de cualquier otra, porque la pena solo es un costo que se impone a quien delinque, y por su naturaleza misma no puede ser un recurso para eliminar causas que predisponen a delinquir.
Arguméntase que la pena de muerte no es disuasiva porque no evita que se cometan los delitos que se castigan con ella; y por consiguiente, no tiene que ser impuesta tal pena. Ese argumento absurdamente implica que ningún delito tendría que ser penado, porque ninguna pena puede evitar que se cometa el delito que con ella se castiga. No tendría que ser impuesta, por ejemplo, la pena de prisión por robo, porque esa pena no evita que se cometan robos.
En general, imponer una pena a quien comete un delito equivale a imponer un costo por delinquir. Ese costo puede tener poder disuasivo; pero no es necesario que lo tenga, y se impone aunque nadie sea persuadido. En particular, la pena de muerte impone un costo a quien comete un delito gravísimo; y lo impone aunque nadie sea disuadido de cometer tal delito.
Arguméntase que la pena de muerte se impone a los pobres, y no a los ricos; y por consiguiente, para evitar que se imponga solo a los pobres, debe ser abolida. En este argumento hay una extraordinaria confusión entre pena de muerte y corrupta administración de justicia. Esa confusión es propicia para inferir, incorrectamente, que la pena de muerte debe ser abolida, y no para insistir, sensatamente, en una honesta administración de justicia, que garantice que imponer tal pena sea independiente de la pobreza o de la riqueza de quien comete delitos gravísimos. La misma extraordinaria confusión habría si se argumentara que la pena de prisión por robo debe ser abolida, porque solo se impone a los pobres, y no a los ricos.
Post scriptum. Isaac Erhlich, de la Universidad de Búfalo, autor de la obra “Economía del Crimen”, afirma que las opiniones de quienes se oponen a la pena de muerte son “ideológicas, emotivas, no basadas en datos analizados de manera rigurosa… Recolectan datos y los acomodan a sus creencias. Eso no es científico.”