Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

No hay sociedad ni país que se libre de la corrupción a pesar de los controles eficientes que puedan existir porque la voracidad es un poderoso factor en el comportamiento de muchos individuos. Pero encontrar un caso como el nuestro, en el que la corrupción es la forma de vida, tanto así que si se emprende una lucha para atacarla se contrae seriamente la economía y se producen quejas por el daño que ese esfuerzo le hace al ritmo de los negocios, ya se pasa de la raya. Pero más aún cuando vemos que no hay área de la gestión pública que no funcione al ritmo de sobornos y trinquetes en los que participa una clase política podrida pero con la complicidad de particulares que son cómplices, cuando no los verdaderos y sempiternos orquestadores de las redes de corrupción.

Casos como el de Sinibaldi abundan en todos los gobiernos y vienen de mucho tiempo atrás, desde cuando se operaba empíricamente a punta de cajonazos en los gastos confidenciales y mordidas pagadas en efectivo contante y sonante, hasta la sofisticación que empezó a finales del siglo pasado cuando se contrataron abogados de postín para diseñar las estructuras que permitirían operar secretamente con fideicomisos, trasladar los bienes públicos a piñatizar a “sociedades anónimas” para evadir todo tipo de fiscalización y generar todas esas empresas de cartón que sirven para lavar el dinero mal habido. Pero aún con la aprobación de la Ley contra el Crimen Organizado, que castiga en teoría tanto el lavado de dinero como la Asociación Ilícita, se sigue operando con descaro porque, a pesar de las evidencias, sigue siendo muy fuerte el sabor de la impunidad, tanto que ni siquiera los que cayeron con las manos en la masa han podido ser condenados por la utilización sistemática del litigio malicioso.

Personalmente creo que debiera de establecerse una ley draconiana de que cualquier acto de corrupción, sin que importe el calibre del negocio, debiera ser castigado por lo menos con 25 años de cárcel absolutamente inconmutables por cada crimen cometido para expeditar los procesos y tener la certeza de que quien desvía fondos públicos será castigado porque en un país con las necesidades, las carencias del nuestro y con la pobreza que existe, la corrupción debe considerarse crimen de lesa humanidad.

Pero mientras la sociedad no presione fuerte para forzar al cambio de normas y de sistema, los esfuerzos hechos hasta hoy se mostrarán estériles porque ya está visto que mantener un sistema judicial como el nuestro es uno de los objetivos fundamentales de nuestros políticos que, además, no harán absolutamente nada para facilitar reformas profundas que apunten a la transparencia.

Cuando quienes tienen que aprobar las reformas son los mismos que lucran con la corrupción y se benefician con la impunidad, es imposible que el país cambie y da tristeza ver que la ciudadanía se acomoda y acepta resignada la eterna presencia de la corrupción en nuestras vidas, a pesar de que cada centavo robado se traduce en penas y falta de oportunidades para los guatemaltecos más pobres.

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