Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

El Congreso en 1993 no había llegado a los niveles que ahora vemos, pero estaba dominado por un grupo de diputados que hicieron del chantaje su mejor instrumento y la ciudadanía estaba al tanto de esos vicios y de la forma en que una Corte Suprema de Justicia electa mañosamente estaba afianzando el régimen de impunidad en el país. Siempre pensé que si el Presidente hubiera sido un líder con autoridad ética y moral, la disolución de ese Congreso y de las Cortes hubiera sido aplaudida por la población, porque lo que entonces parecía el extraordinario descaro de los políticos, sin comparación en absoluto con la podredumbre que ahora tenemos, tenía harta a la ciudadanía.

Pero Jorge Serrano no era ese tipo de dirigente y cuando tomó la decisión de disolver el poder Legislativo y el Judicial, lo hizo como resultado de un auténtico pleito entre bandidos por el reparto del botín. No era el gobernante que pudiera consolidar un proyecto de transformación de nuestro modelo político, tan viciado, porque él mismo estaba señalado por el abuso en la forma en que manejaba los confidenciales y la manera en que pasó de ser un empresario de construcción fracasado, a un magnate bañado en dinero.

Por ello su primera medida fue ordenar la censura de la prensa, misma que algunos medios aceptaron y que en La Hora mandamos al chorizo, lo que nos valió un cerco policial para impedir que el diario saliera a circulación. Porque sabía que con sus antecedentes y perfil, vendría una fuerte oposición, no para defender a los corruptos diputados y magistrados, sino para impedir que otro corrupto se hiciera con todo el poder sabiendo que no estaba pensando, ni por asomo, en un cambio para fortalecer la democracia sino en un manotazo para quedarse con todo el botín.

Siempre he pensado que luego del Serranazo, Ramiro de León Carpio tuvo la oportunidad de oro de mandar a todos al diablo y emprender el camino de una reestructuración profunda de nuestro sistema político. El pueblo sabía que el Congreso era una guarida de lobos y que la Corte Suprema de Justicia había sido cooptada por políticos inescrupulosos y si un Presidente con el prestigio que en ese momento tenía Ramiro, como hombre honesto y comprometido con el país, convoca al pueblo para emprender el camino mediante una reforma profunda del modelo político, el destino de Guatemala hubiera sido otro. Pero Ramiro no tuvo los pantalones ni para darle posesión al Ministro de la Defensa que había nombrado, el general Enríquez, y se dejó acorralar por el alto mando del Ejército que simplemente se opuso a su autoridad. Y luego, con la misma actitud tibia, se dejó controlar por el Congreso que, disminuido como estaba, lo había electo a él aún a regañadientes.

Su falta de carácter y el prurito de Ramiro de que la Constitución en cuya constituyente había participado debía prevalecer, lo hizo recular a la hora de la verdad. Era el momento de depurar al país y, en cambio de eso, lo que promovió fue una reforma cuyo broche de oro fue el regalo a los bancos privados del derecho exclusivo a proveer de créditos internos al Estado de Guatemala.

Hoy vivimos los polvos de aquellos lodos.

Artículo anteriorBiosfera maya en peligro (III)
Artículo siguienteIgual o peor