Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Anoche en la red de comunicaciones que mantenemos en la redacción de La Hora se informó de un incidente armado en el que fue herido un policía y resultó muerto un particular. Minutos después dieron el nombre del doctor Carlos Mejía, jefe del Departamento de Medicina Interna y de la Clínica de Enfermedades Infecciosas del Hospital Roosevelt, hecho que me causó profunda conmoción porque a dicho galeno lo conocí hace muchos años cuando fue uno de los más respetados profesores de mi hijo Oscar en sus estudios en la facultad de Medicina de la Universidad Francisco Marroquín.

En pocos minutos las versiones oficiales determinaron que la muerte del doctor Mejía fue producto de un verdadero infortunio porque quedó en medio del fuego cruzado entre una banda de asaltantes que había robado en una farmacia de la zona dos y los policías que acudieron con intención de capturarlos. Hoy un familiar del doctor Mejía me comentó que hace unos años la muerte también le rondó de cerca, pero en esa ocasión el destino fue totalmente distinto, puesto que por una razón ajena a su voluntad no pudo abordar aquel avión de Aviateca que se estrelló antes de aterrizar en El Salvador. Dios dispuso que siguiera ayudando y sirviendo a sus pacientes, labor que terminó anoche cuando un balazo en el cuello acabó con su vida.

Oscar, mi hijo, admiró siempre al doctor Mejía por su profundo conocimiento de la medicina interna pero, sobre todas las cosas, por la forma en que entendía su vocación como médico, volcado a sus pacientes sin más interés que el de servirles. Esa razón hizo que para él fuera un extraordinario profesor, puesto que combinaba no sólo un extenso conocimiento de la medicina más profunda, la de los internistas que tienen que tener una amplia y muy completa visión del paciente y de su cuadro clínico, sino que además era un ser humano merecedor de gran respeto por su forma de actuar en el ejercicio profesional. Pudo, por sus conocimientos, convertirse en uno de los médicos más famosos del país, pero prefirió siempre la docencia y su entrega en el Hospital Roosevelt para proyectarse.

Además de sus profundos conocimientos en esa rama, fue sin duda uno de los más destacados galenos en el área de infectología, al punto de que se le reconoce como pionero y gran experto en Guatemala en el tratamiento de los pacientes con VIH. Su aporte en ese campo fue ampliamente reconocido y hoy mismo sus colegas del Hospital Roosevelt destacaron esa actividad extraordinaria en la que, como todo en su vida, el doctor Mejía fue más allá de lo que se considera el normal cumplimiento del deber.

El doctor Mejía fue asesor de tesis de Oscar y yo tuve la suerte de haberle platicado algunas veces y de conocer su enorme capacidad, sensibilidad y extraordinaria humildad en medio de esa grandeza científica que le caracterizaba. Y como ocurre con tantos guatemaltecos, esta violencia impune que seguimos soportando le segó la vida dejando sumida en el dolor a su familia.

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