Luis Fernández Molina

Comentaba que muchísimas leyes laborales son percibidas con olímpico desprecio e impunidad. Son letra muerta. El problema no solo consiste en las cosas (faltas) que se hacen o se dejan de hacer, implica adicionalmente un fomento a la cultura de irrespeto a la ley. Así tenemos: el pago de los salarios mínimos, los límites a jornadas extraordinarias, la discriminación en el acceso a los trabajos, la prohibición de los anuncios específicos, la obligación de las guarderías, los reglamentos de trabajo, los informes estadísticos anuales, etcétera.

Otro segmento de leyes que tampoco se cumplen, son aquellas disposiciones expresas, tajantes, que dejaron de ser efectivas por “criterio constitucional”. De esa cuenta están las disposiciones respecto a la madre trabajadora. La ley dice que ellas no pueden ser despedidas –lo cual me parece positivo–, pero para gozar de esa protección deben dar aviso de su embarazo y en los dos meses siguientes refrendar el aviso informal con una certificación médica. Así venía siendo hasta hace pocos años; la trabajadora que estaba embarazada daba aviso y desde ese momento quedaba cubierta. Pues bien, en un caso la trabajadora fue despedida y se le pagaron sus prestaciones (y firmó finiquito); sin embargo a los pocos días se enteró que estaba embarazada, entonces reclamó la reinstalación. El caso llegó hasta la Corte de Constitucionalidad (¡qué raro!) y esta Corte dictaminó que sí se debía reinstalar. “Es que no dio los avisos” reclamó el empleador. “No importa, esos son formalismos civilistas y no aplican”. Con esa sentencia quedó cercenado un artículo del Código. Existen otros pasajes en donde la ley queda supeditada ante interpretaciones de la referida Corte.

Por su parte la Inspección de Trabajo cobra su importancia: ha anulado, prácticamente, todas las disposiciones relativas al trabajo de aprendiz; bajo la premisa que muchos patronos se aprovechan –lo cual es cierto—no aceptan inscribir estos contratos que podrían ser la llave de entrada para muchos jóvenes aprendices. El trabajo agrícola y ganadero está contemplado en una sección del Código, pero no contiene disposiciones pertinentes y tampoco deja espacio para que en el campo se apliquen instituciones propias y acostumbradas como la tarea, las cuotas, jornales propios de cada actividad agropecuaria.

El Código no define las fronteras entre un contrato civil y uno laboral, ello limita el potencial de los primeros por el riesgo de la “simulación” laboral. Tampoco los contratos a plazo o proyecto fijo. No regula adecuadamente el trabajo en domicilio que está tomando mucho auge en esta era digital. No deja espacio para variantes contractuales con el férreo criterio de “derechos irrenunciables”. Es claro que algunas instituciones son irreversibles, intocables, como las vacaciones, jornadas o asuetos, pero hay otras que sí podrían ser más adaptables como el trabajo a tiempo parcial o actividades como las guardianías en que se pagaba menos del salario mínimo, pero se daba vivienda a la familia del trabajador. Ya no hay.

En un contexto de mayor dinamismo el Código no premia al trabajador eficiente. El bono incentivo, decreto 78-89, fue un buen intento, pero nulo en la práctica, para algunos empleadores fue solo un aumento parejo (que no en función de productividad) de Q. 250 mensuales, en el otro extremo muchos empleadores lo utilizan como medio para burlar al IGSS (15.5% en total), sobre la mayor parte de los salarios.

Realmente se limita la creación de empleos con esta incertidumbre y normativa imprecisa; no podemos germinar vigorosamente en estas aguas pantanosas y turbias donde se genera la confusión, la desconfianza y donde se esconden las revanchas.

Artículo anteriorUn país que (tristemente) se acostumbra a la tragedia
Artículo siguienteJosé Saramago: Todos los nombres (XXXV)