Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Ayer por la tarde en el sistema de comunicación que tenemos para la Redacción de La Hora entró una terrible noticia. Reportaban que a las 14:00 horas, en entrada al Sector 7 de la colonia San Julián, Chinautla, frente al Lote 205 «A», fueron localizadas dos jovencitas vistiendo uniformes escolares con un balazo cada una de ellas, justamente en el cráneo, lo que da la sensación de que fueron brutal y salvajemente ejecutadas. Segundos después entró una fotografía que causó tremendo impacto aún entre reporteros que tienen años de estar trabajando con la violenta realidad de nuestro país y el sentimiento en el equipo fue de indignación.

Es triste la manera en que hemos ido cayendo en esas formas de insensibilidad que nos hacen terminar viendo cada hecho de violencia como parte de nuestra “normalidad”. Eran dos jovencitas menores de edad que iban a su instituto y junto a ellas quedaron sus mochilas con los útiles escolares. Viendo hoy las reacciones en distintos medios veo pequeñas gacetillas reportando el lamentable hecho y francamente pocas reacciones, y me pregunto qué hubiera ocurrido si un crimen se cometiera contra menores de edad de otro estrato social.

Seguramente que las redes sociales se hubieran activado inmediatamente en muestras de repudio y exigencias para que se pudiera esclarecer el crimen. No serían suficientes todas esas redes para canalizar el sentimiento de indignación, ira y repudio ante un crimen tan deleznable. Sin embargo, resulta que hasta en eso somos obviamente una sociedad que hace distingos, como si el valor de la vida humana no fuera exactamente el mismo y el salvajismo del crimen no fuera idéntico.

Una de nuestras desgracias es que hemos perdido la capacidad de sufrir lo que otros padecen en carne propia. Antaño los guatemaltecos fuimos sumamente solidarios, preocupados por los demás y por los sufrimientos ajenos, pero poco a poco fuimos cayendo en esa forma de vivir con el corazón endurecido; algunos dicen que ya hicimos callo a fuerza de tanto convivir con la violencia, pero el caso es que ya no nos inmuta ni siquiera algo tan dramático como el asesinato a sangre fría de dos menores de edad que se dirigían a su centro de estudios.

Y eso explica mucho de nuestra indiferencia ante la situación que vivimos como país luego del destape de la corrupción que nos ha robado no sólo el dinero sino las oportunidades en el más amplio sentido de la palabra e incluyendo, desde luego, la oportunidad de vivir con paz y seguridad. Ese corazón endurecido nos hace concentrarnos en nuestro día a día, en la propia subsistencia sin que nos comprometamos con nadie para hacer algo que le ponga fin a este torbellino que nos está llevando aceleradamente al despeñadero.

No atino a comprender cómo es que un crimen de esta naturaleza no enciende la indignación del pueblo. Es más, se leen reacciones que apuntan a condenar a las víctimas “porque a saber en qué estarían metidas”, con esa enorme facilidad que ofrecen las irreflexivas redes sociales para reaccionar sin mínimos de raciocinio.

Duele ver cómo perdimos y abandonamos nuestra capacidad de ser solidarios con el dolor ajeno.

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