Juan José Narciso Chúa
Mi madre, María del Carmen Chúa Carrera de Narciso, cumplió noventa años el pasado 2 de abril, sin duda un motivo para celebrar, a pesar que su condición física no le permite disfrutarlo como antes, pero sin duda, para nosotros su familia es todo un motivo de alegría reconocer que esta diminuta mujer pueda arribar a nueve décadas, sin enfermedades crónicas, sin otro tipo de dolencias, únicamente que su mente se difuminó en el tiempo perdiendo esa relación con la realidad que hoy extrañamos todos.
Mi madre, la Abuela, como le llaman todos sus nietos, constituyó el centro neurálgico de la familia, el pivote psicológico, el enlace cualitativo, el apoyo permanente en el día a día de nosotros sus hijos, Silvia del Rosario, la pequeña; Luis Rodolfo, el segundo; y yo, el primogénito, cuando todavía éramos pequeños, en niñez, la adolescencia y también en la juventud. Ella representó el centro neurálgico, pues cuando ya todos habíamos salido del hogar, se prodigó en recrear cualquier reunión para mantenernos en contacto y lo consiguió, al final, todos los domingos almorzábamos en la casa de los papás, reuniones que se extendían con el café de la tarde y las champurradas respectivas, mojadas en el café, por supuesto.
Mi papá se encargaba de la música –marimba, por supuesto–, que condujo a una cultura musical por la marimba que hoy circula por las venas de mis hijos y sobrinos en general, reconociendo todos, la figura de su bisabuelo –Rodolfo Narciso Chavarría–, como el gran compositor, aquel que seguramente con lágrimas en los ojos escucharía su Río Polochic en la versión jazz, que Nico Farías –este joven prodigio guatemalteco estudiante de música en Boston–, tal como nos ocurrió a sus nietos y bisnietos.
Mientras tanto mi mamá se encargaba de la cocina, dedicada, resuelta, pendiente, decidida a entregarnos lo mejor de sus recetas y vaya si no lo consiguió. Por mi parte, debo decir, que los mejores chiles rellenos y la mejor torta de espinaca, sigue siendo de ella, inolvidables y, dolorosamente, irrepetibles.
Jugó el papel de enlace cualitativo, pues llevaba el sentimiento como instrumento, el amor enorme que nos prodigó todo el tiempo. Aún repito con nostalgia, aquella frase que me decía de pequeño, en la noche del sábado: “Mañana domingo, se casa Benito, con un pajarito, quién es la madrina, Doña Catarina, quién es el padrino, Don Botijón”, todavía el recuerdo aflora y me emociono al recordarlo, con alguna lágrima indiscreta.
Cuando hablo del apoyo permanente, qué más puedo decir, significaba que nos levantáramos temprano, que desayunáramos, se ponía a vigilar que el bus llegara a la rotonda en San Rafael, pendiente de nuestro regreso, de atendernos con el almuerzo del día, de dejarnos salir a jugar, así como de regresar temprano a casa.
El proceso de su enfermedad, que ya he compartido en otros artículos, ha sido duro, pues ser testigos de su deterioro, de su extravío en el tiempo y el espacio; de perder su enorme habilidad de gran platicadora, seguro que la resintió mucho, pues se notaba su molestia cuando ya no podía darle continuidad a su plática, a contar sus charadas, a disfrutar de sus historias.
Me quedo con su imagen alegre y espléndida anfitriona allá en San Rafael, una vez que llegaron todas las tías y todos los primos, cuando disfrutamos de un almuerzo servido en mesas paralelas, en donde los adultos –mis papás y tíos y tías–, tenían la mesa del privilegio, mientras que toda la “mara” de primos y primas, nos la pasamos magníficamente hasta la noche de ese inolvidable almuerzo, como ocurre, casi siempre, que nos juntamos con todos mis primos Chúa.
Mi madre estaba feliz y reluciente, se encontraba satisfecha de poder compartir con sus hermanas y cuñados, un almuerzo familiar que tenía aquel significado especial de la convivencia, de la convergencia y del recuerdo de grandes dificultades que pasaron juntas las hermanas Chúa Carrera, pero que, en esa adversidad, se hicieron solidarias y fuertes entre ellas para siempre.
Mi mamá arribó a los 90 años, vaya motivo para estar contentos, pero también, dolorosamente, para saberla ajena. Justamente la Semana Santa era motivo de alegría para ella, disfrutaba de todas las procesiones y todavía hace algunos años, recorrió los sagrarios el Jueves Santo. Todo ese legado inmaterial es una riqueza inagotable de vida que todavía hoy disfrutamos por la luz indeleble de mi madre. Cada 2 de abril es inolvidable, pues mi mamá y mi hija Lucía Gabriela cumplen años. Felices 90 años, madre mía. Tu herencia es invaluable, tu legado se quedó en nosotros para siempre.
*Este fin de semana falleció Ottoniel Chacón, un viejo y querido amigo, a quien reconozco su enorme valía profesional, su amistad sincera y su honradez indiscutible. Una enorme pérdida para su esposa y sus hijos. Mi más sentido pésame. Hasta siempre Otto.







