Adolfo Mazariegos

Había estado resistiéndome a escribir acerca de la terrible tragedia ocurrida la semana pasada en ese lugar al que, por obvias razones, no deseo llamar ni hogar ni seguro; una tragedia previsible que a decir de muchos pudo haberse evitado, y que además, tristemente, es hoy una de las tarjetas de presentación con que ven a Guatemala en el resto del mundo. La noche del pasado jueves, después de ver la tardía reacción y la indignante conferencia de prensa convocada por la Presidencia de la República para hablar del tema, no pude menos que sentirme contrariado, estupefacto, e incrédulo ante aquello que más parecía una lamentable y absurda justificación de lo injustificable. La tragedia que (hasta el momento de escribir estas líneas) había enlutado ya a 40 familias y dejado en la zozobra a otras tantas como producto del siniestro, no tiene justificación desde ningún punto de vista. Un asunto tan serio, tan delicado, tan doloroso, acerca del cual ya habían sonado reiteradas alarmas, sencillamente nunca debió de haber ocurrido. Sean cuales sean las causas y los responsables, y más allá de las elucubraciones o teorías que puedan esbozarse al respecto, la tragedia cobró la vida de niñas y adolescentes cuyas existencias fueron truncadas de tajo, sin más, y, como si fuera poco, las autoridades trataron el tema como si fuera algo que debiéramos aceptar con normalidad, con resignación, y en silencio. Pues no, resulta que lo ocurrido ni es algo normal ni es algo intrascendente; es más, nuevamente se pone en evidencia lo caduco y negativo de un sistema corrupto y nocivo al que nos hemos acostumbrado y al que hemos aceptado sin detenernos a pensar que al hacerlo, de alguna manera (sin ánimos de justificar lo ocurrido), también nos convertimos en culpables de que cosas así sucedan. Aunque no queramos verlo de esa forma, también tenemos alguna responsabilidad como sociedad por permitir que se haga y deshaga con este país como si de un molote de plastilina se tratara, por acostumbrarnos y aceptar esa suerte de cultura nefasta mediante la cual tan sólo vemos cómo ineptos, irresponsables, incapaces y corruptos nos dicen que las cosas son así y que es así como deben seguir siendo. Yo no acepto eso. No hay dinero para des-hacinar un «hogar seguro», pero sí para gastar más de medio millón en microondas, muebles y televisores; no hay dinero para crear un verdadero centro de atención a niños y adolescentes, pero sí para pagar cuantiosos viáticos en viajes de funcionarios al extranjero… ¡Terrible! Eso, tan solo abona al hecho innegable de que la niñez y adolescencia en Guatemala son una más de las muchas materias pendientes y sin importancia para la “institución” que por mandato constitucional debe administrar y velar por el bien del Estado y sus habitantes. ¿Verdaderamente, en qué estamos? Como corolario, véase el manifiesto incumplimiento (entre otros) a los tres primeros artículos de la Constitución Política de la República.

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